viernes, 28 de mayo de 2021

6. Una dictadura sanitaria y político-ideológica bajo el pretexto del bien común - El mayor plan de descristianización y totalitarismo "verde" de la historia

 

  1. Una dictadura sanitaria y político-ideológica bajo el pretexto del bien común

Lo más paradójico de la situación actual es que los responsables de esta catástrofe de la salud pública son los mismos que, en nombre de la protección de la población, se aprovechan de circunstancias excepcionales para imponer una verdadera dictadura sanitaria a la misma población que dicen proteger.

El IPCO advirtió hace un año que estos funcionarios estaban chantajeando a sus respectivos ciudadanos: aceptar un mayor control estatal sobre sus vidas como condición para salir del lockdown. Se trataba entonces, sobre todo, de intentar imponer “aplicaciones” de seguimiento a las personas a través de sus teléfonos móviles.

Con la apertura parcial tras el primer lockdown llegaron restricciones adicionales impuestas por los gobiernos, que ahora tienen poderes excepcionales basados en un «estado de emergencia sanitaria» inexistente en la mayoría de las legislaciones nacionales. La lista no exhaustiva de estas restricciones incluye: toques de queda; obligación de llevar mascarilla (incluso para los pocos niños que podían seguir asistiendo a clase); control de la temperatura y obligación de lavarse las manos con alcohol para entrar en los lugares de trabajo o en los negocios; pruebas de PCR y de antígenos para viajar, o incluso para entrar en los lugares de trabajo.

Sin duda, la medida más chocante fue imponer, en Italia y en otros lugares, el uso de guantes descartables para administrar la Sagrada Comunión, así como la obligación de recibirla en la mano, en contra tanto de la autonomía de la Iglesia para regular su culto, como de los derechos de los fieles, reconocidos por la legislación canónica y litúrgica. Lo más doloroso es que las autoridades católicas se han plegado sin el menor reparo a estas exigencias, o incluso han impuesto restricciones más drásticas que las determinadas por las autoridades sanitarias.

Otra forma escandalosa de dictadura sanitaria fue el hecho de que sus autoridades impusieran, como tratamiento principal para los infectados de Covid-19, un protocolo sumario consistente en tomar un analgésico/antipirético y esperar en casa a que la enfermedad progresara. En muchos países, se prohibió a los médicos de familia tratar a sus pacientes de Covid-19 con remedios que hasta entonces se podían adquirir libremente en cualquier farmacia, carecían de efectos secundarios graves, y cuya eficacia contra el Sars-Cov-2 se había documentado en varios estudios revisados por sus pares y publicados en revistas científicas (43).

Prof. Didier Raoult

Peor aún, varios médicos fueron amenazados con sanciones por sus respectivos Colegios Médicos por ser fieles a su juramento hipocrático, que les obliga a buscar el bien de sus pacientes. El caso más sonado fue el del Profesor Didier Raoult -fundador y director del Instituto Hospitalario Universitario (IHU) Mediterranée Infection de Marsella, defensor de un protocolo de intervención precoz basado en la hidroxicloroquina y la azitromicina-, que fue víctima de una denuncia ante el Colegio de Médicos francés y de una querella ante los tribunales penales. Lo sorprendente del caso es que, mientras le promovían estas denuncias, su hospital IHU Mediterranée había atendido a 5.419 pacientes infectados, de los que sólo habían fallecido 22, es decir, un porcentaje del 0,4%, mientras que la media de mortalidad en los otros hospitales de la región había sido más de cinco veces superior (¡el 2,1%!) (44).  Los tribunales franceses acaban de fallar a favor del Profesor Raoult en la primera de las tres demandas que ha iniciado contra sus detractores, pero ningún periódico o sitio web se ha hecho eco de la noticia hasta ahora (45).

El fantasma de la dictadura sanitaria ha llegado a su punto álgido con la campaña de vacunación y las propuestas para hacerla obligatoria. Sin embargo, la vacunación supone un riesgo innecesario para las personas en las que la enfermedad tendrá un efecto muy leve o leve, como los niños, los jóvenes y los adultos menores de 70 años sin comorbilidades, así como para las personas que están inmunizadas de forma natural porque ya han sufrido el Covid-19.  Máxime cuando no está garantizado que las vacunas sean eficaces para prevenir nuevas variantes del coronavirus (como ocurre cada año con los virus de la gripe estacional) y, sobre todo, porque sólo han sido aprobadas con carácter experimental y de urgencia, sin respetar los protocolos habituales, con el agravante de que algunas de estas vacunas se basan en un nuevo método de ARN mensajero, cuyas posibles consecuencias genéticas a largo plazo se desconocen.

Hay que recordar que después de la tragedia de la Talidomida, responsable de 10 mil casos de defectos congénitos en bebés, cuyo efecto secundario sólo se notó unos años más tarde, estos protocolos empezaron a exigir largos plazos. Si, incluso respetando los protocolos en vigor, el laboratorio francés Servier -por su medicamento Mediator, indicado para suprimir el hambre severo, pero que provocó daños en las válvulas cardíacas e hipertensión arterial pulmonar, causando casi dos mil muertes- acaba de ser condenado en última instancia por «publicidad engañosa agravada» y «homicidio y lesiones involuntarias», ¿cómo verán los futuros clínicos las apresuradas «pruebas universales» de las vacunas contra el Covid y sus posibles efectos?

Conscientes de que el artículo 6 de la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos exige el consentimiento libre, previo e informado de los pacientes para cualquier intervención preventiva o terapéutica, los gobiernos han avanzado subrepticiamente en su plan.  Primero impusieron la vacunación obligatoria para el personal sanitario de hospitales y residencias de ancianos, y ahora quieren imponer un «pasaporte de vacunación» para los viajes internacionales e incluso para los interiores, dentro de sus propios países (46). El método soft del chantaje ya se está empleando: la Presidente de la Comisión Europea aprovechó una columna del New York Times para advertir a los potenciales turistas estadounidenses que sólo podrán viajar a Europa durante las próximas vacaciones de verano quienes ya estén vacunados (47).

En países como Israel y Dinamarca ya se exige este pasaporte sanitario para entrar en restaurants, cines y otros lugares públicos, o para participar de eventos de cualquier tipo, creando un régimen de apartheid entre los vacunados y los no vacunados (48).

En su documento del año pasado, el IPCO deploró la connivencia del Papa Francisco y de las autoridades eclesiásticas católicas en la imposición de los lockdowns y en la supresión o restricción del culto público.

A esta renuncia a su misión como pastores, se sumó después la connivencia en la promoción de una supuesta obligación moral de vacunarse para proteger a los demás, como surge de la entrevista concedida por el Papa Francisco al TG5 (49) y de la declaración conjunta de la Academia Pontificia para la Vida, la Conferencia Episcopal Italiana y la Asociación Italiana de Médicos Católicos (50), así como de la declaración conjunta de la primera con la Comisión Vaticana Covid-19 (51). Dicha Comisión, que forma parte del Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral, ha elaborado incluso un folleto de propaganda titulado «Vacunas contra el COVID-19: Kit para los representantes de la Iglesia», en el que se puede leer: «Aquí encontrará información sobre las vacunas contra el COVID-19, recursos para apoyar la preparación de homilías, frases del Papa Francisco, links a información útil, mensajes cortos para páginas web, boletines parroquiales y otros tipos de medios de comunicación. La Guía del Coronavirus para las Familias (COVID-19) está diseñada para ayudar a las comunidades locales a combatir la desinformación» (52).

Esta presión moral sobre la conciencia de los fieles hacia una supuesta obligación moral de vacunarse, es tanto más desorientadora cuanto que el Papa Francisco y los organismos citados guardan un silencio casi absoluto sobre la necesidad de que existan razones graves que hagan lícito el uso de vacunas «contaminadas» (“manchadas”) por el uso de cultivos celulares procedentes de abortos, así como el deber de manifestar la oposición al uso de dichos cultivos por parte de los laboratorios (53).

Paralelamente a la dictadura sanitaria, y a medida que, bajo el pretexto de salvaguardar la salud de la población, se restringían las libertades públicas, se fue imponiendo gradualmente una dictadura político-ideológica. Además de las restricciones a la libertad de ir y venir, esenciales en una democracia, hubo drásticas restricciones a la libertad de manifestación, una violenta represión de las protestas e incluso un seguimiento de los activistas que se oponían al confinamiento por parte de las agencias de espionaje del Estado (54).

Al igual que en los regímenes totalitarios del siglo XX, también se impuso una «verdad oficial» en nombre de la ciencia (55), lo cual es una contradicción en los términos, ya que la propia naturaleza de la ciencia experimental es revisar continuamente sus postulados a la luz de los nuevos descubrimientos, aparte del hecho notorio de que la comunidad científica está muy dividida sobre diversos aspectos de la epidemia y la respuesta más adecuada a la misma (56). Sin embargo, la libertad de opinión se vio drásticamente recortada con el pretexto de combatir las fake news (57), estableciendo un clima de miedo incluso entre la comunidad científica (58).

Lo más grave del caso es que los totalitarismos del pasado utilizaban la fuerza del aparato estatal para imponer el «pensamiento único», mientras que hoy, con el pretexto de combatir el Covid-19 y de la protección de la salud, son las instituciones del sector privado las que se encargan de «cancelar» a los opositores a la línea oficial (59).

La plataforma Youtube podría ganar el primer premio en «celo por la ortodoxia» al eliminar cualquier video que ponga en duda alguno de los «dogmas» del nuevo catecismo sanitario. Basándose en su «reglamento sobre desinformación médica», no permite contenidos que transmitan información «que contradiga a las autoridades sanitarias locales o a la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre el COVID-19» (60), que gozan, a sus ojos, del carisma de la infalibilidad. En su prejuicioso «oficialismo», Youtube ha llegado al extremo de eliminar de su red videos de reputados científicos, con funciones importantes en famosos centros de investigación, como fue el caso de una mesa redonda sobre el uso de máscaras organizada por el Gobernador de Florida, y en la que participaron los tres redactores de la Declaración de Great Barrington, que ocupan altos cargos nada menos que en Oxford, Harvard y Stanford (61).

No pocas veces, incluso los científicos reconocidos, que plantean cuestiones sobre los protocolos farmacéuticos y no farmacéuticos para el control de la enfermedad, son acusados falsamente de ser «negacionistas», o de impugnar la existencia del coronavirus o del contagio. Los verdaderos negacionistas son los que ni siquiera evalúan los trabajos y resultados científicos contrarios a la versión oficial y pretenden silenciar cualquier pensamiento disidente.

Pero eso no es todo. Ni siquiera George Orwell llegó a imaginar, en su novela 1984, la «cultura de la denuncia» promovida por muchos gobiernos, en la que la vigilancia y el control de los ciudadanos son practicados por sus propios vecinos, compañeros de trabajo e incluso familiares, que denuncian a la Policía a los infractores (62). Para facilitar su innoble tarea, algunas autoridades les proporcionan aplicaciones digitales que les permiten fotografiar o filmar a los infractores, con geo-localización automática del lugar donde se produjo la infracción (63).

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