«Digitus Dei est hic» [Ex 8:15] (97)
Esta exhaustiva actualización de la tesis del IPCO, según la cual con motivo de la epidemia de Covid-19 asistimos a «la mayor maniobra de ingeniería social y de trasbordo ideológico de la historia», podría llevar a algún lector a imaginar que consideramos la actual coyuntura exclusivamente como la ejecución de un plan meramente humano. Sin embargo, esta percepción resultaría engañosa.
Está claro que todos los datos aportados anteriormente demuestran hasta la saciedad que, detrás de la dictadura sanitaria y de la marcha hacia una República Universal, hay un discreto grupo de presión que tiene muchísima influencia ante las más altas autoridades internacionales y nacionales, y -¡qué triste es decirlo! – también ante las autoridades religiosas.
Poco importa si el Sars-Cov-19 fue preparado deliberadamente como arma de guerra biológica en un laboratorio altamente especializado de Wuhan, si se escapó involuntariamente, o si fue el resultado de una mutación natural en algún animal que luego lo transmitió a los seres humanos (98). Lo que realmente importa para el futuro de la humanidad es que su aparición abrió la ventana de la oportunidad acechada por los que sueñan con un Gran Reinicio. La participación del hombre en la dramática situación en la que se encuentra el mundo es, pues, innegable, aunque no haya sido el responsable del acontecimiento que ha servido de ocasión para crearla.
Una mirada católica, sin embargo, debe elevarse por sobre las realidades naturales y humanas hacia las realidades superiores y preguntarse hasta qué punto, y de qué manera, este cambio de situación interfiere en la gran batalla que se libra a lo largo de la historia en el mundo sobrenatural. Es decir, la batalla entre Dios y Satanás, entre la Ciudad de Dios y la Ciudad del Hombre, empleando la comparación de San Agustín.
Esta visión de la realidad -que no prescinde de la Fe al analizar los datos concretos de la vida humana- no podía dejar de analizar el hecho, difícilmente explicable por circunstancias puramente naturales, de que, al ordenar los países por tasa de mortalidad por millón de habitantes, aparece algo sorprendente: de los 81 países cuya tasa está por encima de la media mundial, 65 de ellos (el 80%) son de tradición cristiana, y los 48 primeros son todos países cristianos de las tres Américas, el Caribe y Europa (99).
Al mismo tiempo, la suspensión durante varios meses de las misas públicas en casi todos los países occidentales -con la triste complicidad de muchas autoridades eclesiásticas, más preocupadas por alimentar y cuidar el cuerpo que por alimentar y cuidar el alma- ha dejado huérfanos a innumerables fieles, muchos de los cuales han muerto sin acceso a los sacramentos. La situación es aún más grave si se observa que el aumento de las restricciones se produjo precisamente en la época de las fiestas litúrgicas más importantes, como la Pascua y la Navidad.
Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, «el mal no es una abstracción, sino que designa a una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El ‘Diablo’ (‘dia-bolos’) es el que ‘se interpone’ en el plan de Dios y en su ‘obra de salvación’ realizada en Cristo» (n°2851). En el Padrenuestro, «al pedir ser liberados del Maligno, pedimos igualmente ser liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros, de los que él es autor o instigador» (n°2854). Estos males son principalmente espirituales, pero también pueden ser físicos, incluyendo la enfermedad, como se ve en la vida de Jesús, en algunos relatos de la Escritura (particularmente el Libro de Job), y en los relatos de los exorcistas. Al ser ángeles caídos, los demonios sí tienen poder sobre la materia. Nada impide, por tanto, que hayan participado, con permiso divino, en el brote o la propagación del Sars-Cov-19.
Desde el punto de vista del mal espiritual promovido por los demonios, el documento del IPCO sostenía que, sin una infestación preternatural colectiva, sería difícil explicar la extrema pasividad de la opinión pública ante las graves limitaciones de su libertad y las violaciones del orden democrático, así como su disposición a dejarse transbordar ideológicamente. Peor aún, la gran mayoría de la población simpatizaba con sus captores, como si fueran víctimas del «Síndrome de Estocolmo» (100).
A pesar de las protestas que movilizaron a miles de personas en muchos países, los sondeos de opinión realizados por reputadas empresas demoscópicas siguen mostrando que una gran mayoría de la población acepta las decisiones de los gobiernos, e incluso los planes para imponer controles aún más estrictos e invasivos.
Por ejemplo, en lo que respecta a los últimos 12 meses desde el primer lockdown en el Reino Unido, una encuesta realizada por Ipsos en colaboración con el King’s College de Londres mostró que «un tercio del público (32%) dice que para ellos personalmente el año pasado ha sido similar o mejor que la media [de años anteriores], mientras que la mayoría (54%) dice que tendrán nostalgia de al menos algunos aspectos de las restricciones de Covid-19, y uno de cada cinco (21%) dice que sus finanzas están mejor de lo que habrían estado si la pandemia no hubiera ocurrido». Lo paradójico es que una buena proporción reconoce que «la pandemia empeorará su salud mental» (43%) y que «ha sido peor de lo esperado para el conjunto del país» (57%) (101) .
Otra encuesta de Ipsos -esta vez para el Foro Económico Mundial- reveló que, por término medio, «alrededor de tres de cada cuatro adultos de 28 países están de acuerdo en que los pasaportes con la vacuna COVID-19 deberían exigirse a los viajeros para entrar en su país, y en que serían eficaces para hacer seguros los viajes y los grandes acontecimientos». Y «cerca de dos de cada tres dicen que (ellos) deberían ser exigidos para acceder a grandes lugares públicos, y un número igual espera que se usen ampliamente en su país». La aprobación cae a la mitad de los 21.000 encuestados sólo cuando se trata del acceso a tiendas, restaurants y oficinas (102).
Sea cual fuere la preponderancia del factor miedo de las poblaciones, que las lleva a aceptar limitaciones que normalmente no aceptarían, no es posible pasar por alto la presencia de un factor preternatural en esta sorprendente pasividad de la mayoría.
Cualquiera que sea el equilibrio entre los elementos humanos y preternaturales en la creación de la coyuntura actual, y en la actitud enigmática de gran parte de las autoridades, y de buena parte de la población, un católico no puede negar que todo esto haya sido permitido por Dios, que habitualmente gobierna la historia por medio de causas segundas -es decir, por la acción de sus criaturas -que pueden ser virus, demonios, hombres, o los tres simultáneamente.
Así, si el origen de la epidemia fuera puramente natural, sería manifiestamente un gran castigo para la humanidad iniciado por el propio Dios, que podría intensificarlo mediante nuevas variantes del virus y por el caos sanitario, económico y social que traerían consigo nuevas oleadas de la pandemia. Si, por el contrario, la epidemia -poco importa que sea natural o artificial- ha sido meticulosamente utilizada para producir la «nueva normalidad» dictatorial hacia la que parece dirigirse el mundo, podría ser también un medio utilizado por Dios para infligir un gran castigo a la humanidad por haber consentido en convertirse en esclavos por miedo a la muerte.
En esta perspectiva, el castigo divino y la acción preternatural y humana no se excluyen mutuamente.
En Fátima, Nuestra Señora explicó a los pastorcitos que la Gran Guerra, que aún se libraba en 1917, era un castigo por los pecados de los hombres. Pero este castigo a la brillante y corrupta sociedad de la Belle Époque vino de la mano de hombres que tenían planes definidos, cuya ejecución provocó la masacre de la flor de la juventud, la caída de las monarquías en los Imperios centrales, la pérdida de la influencia política y cultural de Europa y el auge del modelo liberal-igualitario publicitado por Hollywood, y -sobre todo- el ascenso del comunismo en Rusia y la creación de la Sociedad de Naciones, antecesora de la ONU.
Por lo tanto, los castigos de Dios pueden venir de la mano de las conspiraciones malvadas de los hombres.
Una reflexión similar puede hacerse respecto a un aspecto particularmente doloroso de la situación actual: la ampliación de la crisis interna en la Santa Iglesia, en la que también se ve la mano del hombre, las garras del diablo y el «dedo de Dios» (Ex 8,15) castigando las infidelidades.
La docilidad de la inmensa mayoría de los pastores ante las imposiciones arbitrarias e ilegales de las autoridades; su conformidad al suspender los actos del culto divino y las grandes fiestas, y al impedir o limitar el acceso de los fieles a las iglesias; su precipitación al favorecer las ceremonias penitenciales generales, sin confesión individual de los pecados, y al prohibir la forma reverente de recibir la Sagrada Comunión, de rodillas y en la lengua; su malevolencia hacia los sacerdotes celosos que contorneaban las absurdas reglas para administrar los sacramentos; su prurito por defender tales medidas y a las autoridades civiles que las imponían; y, finalmente, sus esfuerzos por persuadir a los fieles de que se vacunaran, aunque no hubiera razones proporcionalmente graves para hacerlo, todo ello hizo público y notorio que estos prelados sustituían la fe en lo sobrenatural por una adhesión incondicional a lo «médicamente correcto», y el celo pastoral por la sumisión al mundo y sus caprichos del momento.
Pero cómo no ver que con esta actitud los prelados dejan entrar por las rendijas de las puertas y ventanas de las iglesias cerradas el «humo de Satanás» modernista, que durante tantas décadas ha contaminado el interior de los ambientes católicos.
En esta patentización ante los ojos de todos -incluso del más simple de los fieles- del proceso de autodemolición de la Iglesia Católica, es posible discernir con ojos sobrenaturales el dedo de Dios. La actitud de gran parte de la Jerarquía ha permitido, por designio divino, que se revele a los ojos de los más pequeños la decadencia de gran parte del clero, sobre la que la Virgen lloró en la aparición de La Salette.
Una vez más se puede decir que los castigos de Dios a veces vienen a través de las tramas inicuas de los hombres.
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Por la acción del Espíritu Santo, una parte considerable de la Opinión Pública se está articulando y empieza a romper el cerco del silencio
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