El guerrero y el caballo en la gesta hispanoamericana
Luis María Mesquita Errea
Conferencia en el Instituto Güemesiano de Salta - Actos en honor del Gral. Martín Miguel de Güemes, héroe de la Guerra Gaucha
17 de junio de 2011
La
historia épica de Hispano-América gira en torno a la defensa heroica de los
valores más altos, que llevan a jugarse el todo por el todo en lances de supremo
coraje y belleza.
Los
pueblos de las Españas concebían la vida como una lucha y esta visión arraigó con
ropajes propios en suelo americano.
Frecuentemente
el guerrero fue, de este lado y del otro del Atlántico, caballero en el sentido pleno: un luchador de
a caballo. Desde el Cid y San Fernando de Castilla, peleando contra ágiles
jinetes y corceles árabes, al Emperador Carlos, “el Príncipe de la caballería
ligera”, con su oscuro azabache de gualdrapa borgoña glorificado por Tiziano; de Hernán Cortés con su porce lano
y su penacho movedizos y albos como el viento blanco, a Jerónimo Luis de Cabrera –el criollo
estratega defensor del Tucumán en el Gran Alzamiento, nieto de dos fundadores;
del santafesino Echagüe y Andía, que amanecía en los montes enfrentando las flechas,
ganándose el respeto, la sumisión y la conversión de los indígenas, al Alférez
Martín Miguel de Güemes, galopando a tomar el Justina; del Caballero del Ande a Quiroga y Rosas, a Arenales,
Lavalle y La Madrid ,
indisociables del fiel caballo de guerra .
En escenarios
dispares, de la desolada puna a las selvas hondureñas trepadas a las ruinas
mayas, el heroísmo del hombre de a caballo tejió las páginas más admirables y
formativas de nuestra Historia. Pues el caballo es el complemento supremo del
hombre de gesta y por eso fue destinado a hacer retumbar con sus cascos
musicales el gran parche del campo de batalla, a mezclar su relincho con los
toques del clarín de guerra y a ser la monta en la que, de acuerdo a las
Sagradas Escrituras, vendrá el propio Hijo de Dios “en poder y majestad” a
pelear la batalla final de la
Historia.
De la
colorida serie de gestas hispano-americanas, evocaremos en estas páginas la
famosa Jornada de las Hi bueras, en que Hernán Cortés se puso a sí mismo, a sus
hombres y a sus cabalgaduras en máxima prueba.
Nos vamos
a las selvas hondureñas, que el extremeño pretendía explorar, para lo cual había
que atravesar selvas y pantanos, cruzar la cordillera que separa Méjico de
América Central, y llegar al mar.
Montaba su
renegrido favorito, el del sitio de Méjico, partiendo a lo inexplorado tan
intrépidamente como lo hiciera Colón al Oeste, y con similar conocimiento -apenas
genérico- de la ruta a seguir, intentando descubrir, para engrandecer el
Imperio y extender la Fe ,
una región inhóspita en que a cada paso acechaban sorpresas y peligros, que ni
siquiera los guías locales conocían bien, pues se manejaban en canoas. Contaba
sólo con una pequeña brújula y un tosco mapa trazado por un buhonero indígena.
Partió con
250 hombres entre los cuales se contaban 90 jinetes. A éstos se sumaban 300
cargadores mejicanos, inaptos para la pelea; y seis músicos, dos halconeros, un
juglar y un piruetero flautista, para alegrar y distraer. Más una tropilla de cerdos…
A poco de
andar, se presentaron las primeras sombras en el horizonte. En ausencia del
jefe, cundía la rebelión en Méjico. Y aparecían dificultades insospechadas en
la marcha, que superan toda exageración, que hicieron de ella una de las más
arduas de la historia…, resultando aplicable la fórmula, frecuente en las
crónicas: “Porque después de Dios, debimos la victoria a los caballos”. A aquellas
monturas de corazón fuerte, de paso vigoroso en la tierra y el agua, que
infundían terror a los indígenas, que pensaban que mordían más terriblemente que
los perros. Las que así pintaban los pensadores de entonces, como Pedro Conde, que
proclamando a las cabalgaduras: defensa y
baluarte de reyes… la más noble bestia…, el más hermoso, veloz y de mayor
coraje de los animales domesticados.
Compañeros
del hombre a un punto que hoy, lejos del campo, no se entiende, y que permitió
a España –a diferencia de otras naciones- conquistar lo desconocido, los
lugares de los que no se tenía noción de hacia dónde se iba ni de qué les
aguardaba.
La marcha
de Cortés en el impenetrable hondureño se hacía cada vez más difícil. Pasaban de
ciénagas de leguas de extensión a las altas montañas; debían cruzar ríos en que
no había puentes; a lo que se añadía la desventaja del insuficiente pasto y de
los insectos que acometían noche y día.
Se topan
con el Río San Pedro, de casi 300 metros de ancho, correntoso y poblado de
voraces caimanes.
Por
intermedio de la cacica Marina, su intérprete, le explica a los indígenas lo
que deben hacer; y éstos construyen un puente “virilmente y con pujanza”. Estos
“Puentes de Cortés” quedarían para la historia de las selvas hondureñas, ya que
superaron el medio siglo de vida útil. Y eran imprescindibles para ayudar no
sólo a los hombres sino también a los caballos, cuya pérdida -en términos militares- equivalía a la de
veinte hombres.
Vencido el
río, los recibe, poco después, “La
Laguna ”: ¡tremenda! Los caballos se hundían hasta las orejas en
el fango. “Perdimos toda esperanza de salvación y de cruzar”, escribió el
conquistador en sus cartas a Su Majestad Cesárea, Carlos I de España y V de Alemania. Pero el
vasallo que enfrentaba tales pruebas era el arquetipo del conquistador, un
heredero del espíritu de Fe y de cruzada de la Reconquista , sin
perjuicio de las influencias neopaganas del Renacimiento, que en los
conquistadores afloraban, como lo cuenta Bernal Díaz del Castillo. Ante las
dificultades, su espíritu se elevaba, como cuando quemó los barcos para
conquistar o morir, o cayó preso en la “noche triste”, y estuvo al borde del
sacrificio.
Sin perder
la serenidad y confiando en la
Providencia , dispuso que hicieran fardos de juncos que harían
las veces de flotadores; y yendo y viniendo, maniobrando como mejor pudieron, avanzaron
penosamente hasta encontrar un canalito por donde los caballos pudieron mover
sus remos y nadar.
Con la
ayuda de Dios, al cabo de la acometida, estaban todos salvados, tan fatigados que
apenas podían pararse: ofrecieron su acción de gracias al Señor de los Cielos pues hubiéramos perecido, hombres y caballos.
Visión maravillosa y patética la de los hombres extenuados, arrodillados junto
a sus cabalgaduras, bajo el sol tropical. El Emperador, varón de a caballo y de
guerra, leyó con vivo interés este cuadro animado de lo que podía su gente en
el lejano continente americano.
A Cortés,
dice Cunninghame Graham, se lo mira habitualmente bajo su faz de guerrero y
gobernante, pero no era menos un explorador y hombre de campo de primera. Condiciones
que recuerdan las de héroes como Martín Miguel de Güemes, dotados de una
personalidad poli-facética que explica las proezas que pudieron realizar.
Podemos
reconstruir esta travesía por aquellos bosques paradisíacos e infernales, donde
bullían pájaros, monos y garzas, en cuyas aguas flotaban troncos que, al acercárseles,
resultaban caimanes que se escabullían o se reposicionaban para el ataque, envueltos
en una neblina como la de los ambientes de Watteau, visión irreal... En un lago,
cerca de Chi chén Itzá, cazan venados que “alancearon muy a su placer”… especie
de locura, para C. Graham, en la que muere un caballo; sin duda necesaria para
evitar el peor de los males para una fuerza, la inacción y la depresión, contrarrestada
con correría vigorosa y exquisito alimento contra el hambre y las privaciones,
que habrán celebrado con canciones, músicas y cuentos.
La larga
caravana encabezada por Hernán Cortés sigue marchando por el Paso del Alabastro
o Sierra de los Pedernales. El valeroso “morcillo”, ¡ay!, se hinca una astilla
en el casco, y debe dejárselo a un cacique amigo, en el lago Petén Itzá, poblado
de islas misteriosas…
Con el
tiempo la encendida imaginación de los naturales que lo cuidaron y no pudieron
evitar su muerte, lo tratarán como divinidad, harán una réplica del caballo y lo
pondrán en un templo.
Cortés no llegará
a enterarse, pues hasta que los cristianos volvieran a pasar por allí
transcurrirían más de 150 años. Fue en
1697, con la expedición de Ursúa, en la que un cacique, impresionado por los
movimientos y relinchos de los caballos, al llegar los españoles, juega como un niño imitando sus movimientos y sonidos.
Esta belleza será la puerta para su conversión al Dios de los tres
trascendentales, bonum, verum y pulchrum (belleza); contento, se hace
bautizar con el nombre de Pedro Caballito. ¿Habrá imaginado Cortés que su caballo
sería adorado en un templo, y que el esplendor de la especie hará de puente con
los indígenas?
El
conquistador llevaba un promedio de seis leguas por jornada, bueno en
circunstancias tan difíciles. Cada tanto herraban las bestias con herraduras
parecidas a las de los moros, de quienes los caballeros españoles habían aprendido
a montar “a la jineta”, estribando corto, maniobrando rápido y con la firmeza
de sus altos arzones, que se mantendrán, acortados, en la montura de campo
norteña y cuyana. Y también se mantendrá lo esencial de esa forma de montar en
lo que siglos después será llamado por el Gran Capitán “caballería maniobrera”.
Llega por fin la hueste a las montañas que dividen Méjico
de América Central, “una de las
maravillas más grandes que en todo el mundo pudiera contemplarse”. No pensaban
que tardarían doce mortales días en cruzar sus ocho leguas, que los diezmarán
peor que un desastre militar: sesenta y ocho caballos (¡) mueren por exceso de
trabajo, cambios climáticos bruscos al pasar de llanuras cálidas a temperaturas
árticas, despeñados en los precipicios y
desfiladeros. Y por la sed, que casi mata a hombres y animales, si no hubieran
guardado agua en sus pavas de cobre.
Cortés
vertió lágrimas de sangre, pero la prueba no había terminado. Llevaban “del
diestro” los animales sobrevivientes, de los que hasta el último sano quedó
inutilizado.
Atraviesan
el paso, descansan, y al cruzar un río a nado dos yeguas son arrastradas por la
correntada. Encuentran un río grande con una carabela abandonada: ¡providencial
hallazgo! Carga a todos los que puede:
sólo 40 españoles están en condiciones de llevar armas y sólo 50 mexicas sobreviven
aún. El esfuerzo de la
Conquista fue sobrehumano… Bernal Díaz del Castillo, el
cronista genial por sus ideas, expresividad y militar simplicidad, conduce por
tierra los pocos caballos aún vivos. Transcurren nueve días de navegación hasta
que llegan al actual Puerto Cortés, en Honduras, que por sobradas razones lleva
su nombre.
La maravillosa
expedición había terminado…
Según los expertos,
se trata de una de las más
extraordinarias de la humanidad. Ni siquiera comparable con la Anábasis griega, pues Xenofonte
y sus 10.000 sabían a dónde y por dónde iban, avanzando heroicamente por un
camino. Cortés, en cambio, hacía el camino, aunque fuera pisando sobre los
caimanes y las flores acuáticas…
El y sus hombres
estaban fundidos en el molde de los héroes, dice C. Graham, pero no olvidemos
que eran héroes formados en la escuela de heroísmo cristiano, como los nuestros.
Agrega
este escocés de las pampas que tenían cuerpo de hierro y almas de acero, a
prueba de toda clase de peligros y privaciones. Que sus caballos fueron dignos
de ellos, marcharon hasta caer muertos, siempre dispuestos a galopar cuando la necesidad
lo requería. Que tuvieron la única recompensa a la que podían aspirar en esta
tierra: saber que su esfuerzo fue llevado al máximo, sin titubeos ni quejas. Y
que un caballo fue erigido en divinidad…
Así se
gestaba una tradición histórica hispano-americana, con protagonistas
castellanos e indígenas. …En los tiempos de la Casa de Austria, de los descendientes de la gran
Isabel, que estaba a la altura del más aguantador jinete, que se presentaba en
los campos de batalla, construía Santa Fe en piedra -para tomar Granada-,
cuando el incendio consumía las tiendas; que galopaba días y noches enteros
para cumplir su vocación de reina católica.
Encontramos
la figura voluminosa y compleja del
Conde Duque de Olivares y la de aquel florón tierno y varonil del Infante don
Baltasar Carlos. A ambos los pintó Velásquez en inmortales escenas ecuestres
que marcaron época.
Podemos
enrostrarle al Conde Duque los errores que tanto costaron al mundo hispánico en
desmedro de su misión histórica y en beneficio del anglo-sajón protestante y
positivista. Pero no se puede negar que consagró sus mejores años a servir, mal
o bien, a España.
Y es
interesante para la consideración de este tipo humano que era uno de los
mejores caballistas de España y que cabalgó casi hasta el día de su muerte. Y que
en medio de sus graves responsabilidades de gobernar un Imperio fabuloso jamás visto en la historia (Busaniche), no se sentía
él si no iba en persona a las dehesas de Madrid a apartar los toros para las grandes
corridas.
¡Qué
familiar resulta esta afición ecuestre con la de nuestros prohombres de a
caballo, anteriores a la expansión de la Revolución Industrial !
Mencionemos aquí al gran Presidente ecuatoriano García Moreno (1821-1875), que
al enterarse de una amenaza de invasión peruana en las fronteras se hizo
cauterizar una herida con hierro candente y cabalgó de inmediato a conjurar el
peligro.
O al
austero General Arenales, héroe de Pasco y La Florida , cuyas prendas privilegiadas
eran su mula de marcha y su caballo de batalla, que él mismo ensillaba y
herraba.
Y así
adentrados en el siglo XIX, evocando a Güemes, digamos algo de los combatientes
que fueron pilares de nuestra historia en la Emancipación : los
gauchos de la epopeya güemesiana y los granaderos a caballo, representantes de
dos modalidades de pelea muy diferentes y geniales. En las que no puede faltar
el equino y un jinete que sepa maniobrarlo y pueda “vivir a caballo”.
Hombres de
la Argentina
profunda, como el Chacho, que en la
Tablada y Oncativo, en el Rincón y en la Ciudadela , hará “la
fabulosa hazaña de enlazar los cañones enemigos para arrastrarlos fuera de las
líneas. No es fácil imaginar la destreza criolla requerida para semejante
maniobra…” (Félix Luna). Y que recorrerá Córdoba, Cuyo y el Norte, y cruzará la
cordillera, muchas veces con su mujer, la fiel Doña Victoria Romero, galopando
al infinito para resistir al centralismo (unitario o rosista, en esencia, lo
mismo daba), que quería subyugar esa Argentina.
Quien, tal vez inspirado en Güemes, o hijos ambos de esa tradición
histórica, ejercía una patriarcal atracción sobre los gauchos, a quienes guiaba
por medio de consejos: “El ejército del general Peñaloza era de milicias;
arrieros y pastores que guardaban en sus ranchos la lanza y el sable, y cuando
venía la convocatoria verbal transmitida por un chasqui, ensillaba el mejor
caballo y con otro de tiro se iban a Guaja. Sus jefes eran estancieros o
mineros, y los hijos de éstos formaban el cuadro de oficiales” (J. M. Rosa).
Luego de
Vilcapugio y Ayohuma, el Ejército del Alto Perú estaba reducido a “los tristes
fragmentos de un ejército derrotado”
–según escribió San Martín al Triunvirato. Así, la entrada de los realistas vencedores a
nuestro territorio se encontraba expedita. El 16 de enero de 1814, el General español
Juan Ramírez y Orozco ocupa Jujuy; desde allí manda a Salta una avanzada al
mando del Coronel Saturnino Castro, que procede a tomarla cinco días después.
La
situación era perturbadora para los pueblos del Valle de Lerma, acostumbrados a
la amable existencia rural de poblados, fincas y haciendas que constituían su
característico modo de vida.
Julio Be nencia
traza un admirable cuadro de aquella sociedad criolla fronteriza, “rudimentaria
y vigorosa”. “Estos campesinos, que utilizaban diestramente el lazo, seguros
baquianos, expertos en seguir huellas, se habían endurecido en el trabajo
rural, dominando a los toros bravos y a las reses cerriles que poblaban los
montes. Dotados de una fortaleza física excepcional, eran tanto o más duros que
sus hermanos de las pampas. No ignoraban el arte de la guerra y desde fines del
siglo anterior hasta 1808, la hicieron contra los indios infieles de la
frontera chaqueña, integrando milicias voluntarias, acreditando arrojo y sobriedad
en una lucha en la cual no se perdonaba la vida al vencido.
“No eran
desheredados; arrendaban parcelas de la finca pagando el canon en especies.
Creyentes sinceros e infaltables a las funciones religiosas, practicaban
noblemente las leyes de la hospitalidad. Tenían armas, equipo, rebaños,
caballos propios y por encima de todo un profundo amor a la tierra, germen del futuro
federalismo.
“La
familia y la chacra, situada casi siempre en el fundo de sus antepasados,
absorbían sus cuidados. A esta última dedicaban los momentos libres de las
tareas pastoriles. El terruño y los afectos los hicieron propensos al
idealismo, lo que no disminuía la fiereza heredada de los antiguos humahuacas y
calchaquíes”.
No era una
sociedad ovejuna y dependiente donde el absolutismo iba a intentar imponerse. Tal
vez no hubiera estado en sus objetivos si no fuese que las fuerzas de ocupación
necesitaban remontar sus caballadas y alimentar sus combatientes. No tardaron
en enviar contingentes militares para incautarse de reses y montas. Los
hacendados salteños, justamente alarmados, se dispusieron a defender el fruto
de su trabajo y el sustento de sus peones y familias.
Don Luis
Burela los convoca a la resistencia armada, a la salida de la misa dominical,
como lo cuentan Luis Arturo Torino y otros autores.
-“… ¿con
qué armas? , le preguntaron.
-“¡Con las
que les quitaremos!”, respondió presto Burela, y a pedido de los presentes se
puso al frente de la resistencia.
Cumplía
esta misión confiscatoria el Teniente cuzqueño Ezenarro, que dirigía una
partida de 30 soldados de caballería. Soberbio y altanero, se incautaba de los animales que encontraba,
sin pagar nada. Tres horas después regresaba Burela, con sus peones y los
paisanos de sus amigos, cayendo sobre el pelotón, desarmándolo
y haciéndolos prisioneros, jefe incluido.
No se
quedó allí pues había decidido arriesgar su
holgada situación económica y el plácido entorno familiar que endulzaba su
pacífica y bucólica existencia poniéndose a la cabeza de sus gauchos.
Sin
esperar la reacción de los realistas, salió a campaña, capitaneando 60 hombres
armados de tercerolas y sables quitados al enemigo. Avanzó en dirección a Salta
a esperar a los efectivos que saldrían a castigar su rebelión, lo que ocurrió a
la madrugada siguiente.
Escondiendo
sus efectivos en la espesura, les cayó de súbito por la retaguardia,
consiguiendo con la sorpresa apresarlos a todos. Luego los remitió con los
anteriores a Tucumán, a disposición de la autoridad militar. ¡Admirable golpe!
A su vez don
Pedro de Zabala, propietario de El Carril, se levantaba en actitud belicosa,
organizando los gauchos de sus dominios de San Agustín, formando el “Escuadrón
de Zabala”, para pelear en la Guerra Gaucha
con 60 hombres.
En Salta,
con la victoria lograda poco después por Güemes sobre Saturnino Castro en el Tus cal de Velarde, la guerra de partidas avanza.
“Velarde
es en esta guerra de recursos un modelo de emboscada táctica. A una legua de
Salta, entre los espesos montes que flanquean el camino, ocultó el caudillo la
fuerza de la encamisada [nota: ataque que en la guerra antigua se hacía de
noche con camisas blancas]. Una partida empieza a tirotear las avanzadas y
Castro, con ochenta dragones, sale a exterminarla. Hábilmente lo conducen al
lugar elegido donde surgen del monte con gran ruido los jinetes salteños. Unos
pocos enemigos, a uña de caballo, se salvan de los sables y machetes de los
gauchos” (Be nencia).
Los
gauchos se van adueñando también de la periferia de Salta, obstruyendo las
comunicaciones de los invasores con Jujuy.
Había
refriegas casi diarias dentro de las mismas calles del pueblo, en que se
manifestaba su forma típica de pelea: arrebataban con el lazo, según palabras
de Pezuela, a todo soldado realista que se alejara, aunque fuera a una cuadra
de la plaza principal.
El general
absolutista los pintaría más tarde, con despecho, en estos términos:
“Manteniéndose ocultos como conejos en los bosques hasta encontrar la ocasión
de hacer la suya; de manera que los soldados de Dragones [n.:los de Saturnino
Castro, que contribuyeron eficazmente al triunfo español en Vilcapugio] , que
siempre fueron valientes, llegaron a
acobardarse de una gente tan despreciable, que sólo el nombre de gauchos lo
miraban con horror” (ap. Be nencia). ¡Vaya conejos, que infundían tanto pavor a
los veteranos de Pezuela!
Su
observatorio era el cerro San Bernardo y las lomas cercanas. Burela era uno de
los jefes de partidas que hostilizaban la ciudad, espiando los menores
movimientos. Cada vez que salían pelotones del ejército español a procurarse
recursos hacían disparos en señal de alarma.
Los otros
jefes gauchos aprontaban sus jinetes para dar batalla y llegado el momento
preciso caían de improviso sobre los ocupantes, en un paraje estudiado. Para éstos,
perseguir y aniquilar a este enemigo sorpresivo y huidizo era tarea superior a
sus posibilidades, refiere Luis Arturo Torino, ya que los soldados no conocían
el admirable arte de correr a caballo por el monte, ni sus sendas intrincadas e
invisibles para el ojo no acostumbrado. ¡Pobre de aquel que temerariamente se
introducía en aquellos garabatales e impenetrables enramadas! No tardaba en
extraviarse y convertirse en fácil presa de sus baquianos e implacables
cazadores.
Así, al
llegar el propio Comandante en Jefe General Pezuela a Salta, se dio con que lo
esperaban 4.000 gauchos armados de lanzas, lazos, boleadoras y escasas armas de
fuego, un tipo de guerra muy difícil de sofocar en el terreno montuoso y
quebrado,
Envía dos
columnas militares a explorar las sendas rutas a Tucumán y recoger víveres,
mulas y caballerías. También intenta atraer a San Martín a Salta a una batalla
campal de la que esperaba salir victorioso.
La primera
columna no pudo pasar de Cobos. Los gauchos de La Frontera , mandados por
Güemes, la acosaron de manera tan tenaz y vigorosa que abandonó el proyecto
volviendo con menos efectivos y las manos vacías.
La segunda
columna tenía que llegar a Guachi pas. Partió el 10 de junio tomando el camino
real. El comandante Pedro de Zabala y su segundo, Luis Burela, repliegan sus
fuerzas a Sumalao, santuario del milagroso Señor y famosa feria comercial que
evocó Concolorcorvo.
El
degüello de un esclavo –“tan demencial como innecesario”- enardeció hasta el paroxismo a los gauchos,
que lo presenciaban desde los oteros cercanos.
Cerca de
El Carril, muy temprano, atacan por sorpresa a los peninsulares, que se retiran
a la Estancia El
Bañado, a almorzar, lo que es frustrado por los recios ataques de las partidas.
Toman el
camino de vuelta. Por el callejón que llevaba a los rastrojos de Calixto Gauna,
propietario en Sumalao, fueron atacados por Burela, hijo político del
legendario jinete, más los efectivos de Manuel Gómez, quienes les tendieron una
emboscada disparándoles con tanto acierto que derribaron a un oficial y seis
soldados a la primera descarga. Los españoles empavorecidos se retiraron
vertiginosamente, evitando romper la formación, que hubiera significado su
aniquilamiento, dice Torino.
Las
fuerzas gauchas los persiguen hasta La Merced , causándoles bajas en los caminos estrechos.
Al día siguiente continuó el
hostigamiento hasta que, al llegar al Río Ancho, hombres y caballos no pudiendo
más se ven forzados a parar.
Los
españoles volvieron a Salta con semblante de terror y manos vacías de noticias
y ganados. Hasta una carga de trigo, su único botín, les fue arrebatada en los
combates.
Los
hacendados salteños recurrían a todos los ardides que el medio les facilitaba. Montaron
una ingeniosa red de espionaje en que las mujeres jugaban el papel protagónico.
El descubrimiento de la red produjo gran desencanto en el ánimo de los
invasores.
Al ver el
efecto de sus proezas contra fuerzas militares probadas crecía la osadía de los
partidarios. El 10 de julio de 1814, las fuerzas del Comandante Zabala entran
en Salta atacando por 4 puntos. Don Pedro toma personalmente la Quinta de Medeyros. El Oficial
Melchor Lavín contraataca con 400 hombres y resulta gravemente herido, quedando
sus tropas desmoralizadas. ¡No había sido un paseo militar!
La inopinada
resistencia de los milicianos salteños mantenía inmovilizado a Pezuela, quien,
con seis expediciones derrotadas, es presa de gran decepción y decide,
finalmente, retirarse. ¡Salta y sus gauchos habían triunfado!
También
había triunfado una estrategia, fruto de siglos de orgánica herencia
hispano-criolla propia de nuestra cultura de patriarcado rural señorial y
popular. Los patrones encarnan el tipo humano de sus ancestros, los antiguos vecinos
de las ciudades. Acaudillan naturalmente a aquellos gauchos cuya “familia se
constituyó según el patrón cristiano por la influencia de la evangelización; su
amor y afición al caballo los tomó de los españoles que…estaban habituados a
las andanzas ecuestres por Europa y América”.
“Su hombría,
su probidad y su respeto por las jerarquías hicieron de ellos el alma y el
brazo de la gigantesca lucha entablada entre realistas y patriotas en las
fronteras de la República. Dieron
en todo momento muestras de dotes militares, de habilidad y constancia,
acudiendo espontáneamente a alistarse al primer atisbo de peligro”. A alistarse
“en los instantes decisivos (en) los puestos de mayor peligro y disputándose el
honor de ser los primeros en medir sus lanzas”.
El
principal medio fue, una vez más, el caballo: “no se puede concebir al gaucho
sin su caballo, son un todo armónico. Este fue el secreto del éxito en las
cargas, su salvación en las retiradas, la velocidad en las sorpresas, y, a
veces, su centinela y hasta su trinchera”, escribe Apolo Premoli López,
descendiente de aquellos Burela que hicieron patria.
Eran esos
gauchos de Chicoana, El Carril, El Bañado y Rosario de Lerma y de tantos otros
pueblos y parajes de variados puntos de la provincia, los que Güemes, como dice
Vicente Fidel López, se consagró a organizar y disciplinar, apuntando a todos
los habitantes capaces de montar a caballo y tomar las armas. Juntó excelentes
caballadas y preparó potreros donde mantenerlos con vigor; organizó la
población en grupos de 20 hombres mandados por dos oficiales, y cada cuatro
grupos bajo un jefe experto; les distribuyó armas de fuego y les hacía hacer
evoluciones rápidas, sorpresas, correrías dentro de los bosques, acorazados con
los guardamontes, que producían un ruido atronador al golpear de las azoteras:
unas veces tiraban el lazo a la carrera, otras hacían fuego sin desmontarse o
echaban pie a tierra para maniobrar como infantería. Les aseguraba a todos que
aquello tenía por objeto defender la patria (ap. L. A. Torino).
Pues los gauchos,
hombres de campo, grandes o pequeños ganaderos subestimados por los invasores, conocían
“perfectamente el área geográfica donde se desarrollaban las acciones bélicas,
conocían el clima, sus cerros, sus valles, su monte, el régimen de crecida de
sus ríos. Nada para ellos les era extraño, lo que les dio la ventaja de poder
elegir la táctica precisa” (Apolo Premoli López).
El
guerrero criollo “se valía en esta guerra de su gran conocimiento del medio y
de elementos muy rudimentarios como lanzas, boleadoras, puñales y algunas armas
de fuego. Con su caballo y montura hacía prodigios para engañar al enemigo,
como el galope escondido, figurarse muerto aún con su caballo y en el monte
golpear los guardamontes para hacer gran barullo y aparentar ser más numerosos
o salir de improviso de entre los árboles” (Ercilia Navamuel).
Era el
hijo de la tierra, que defendía su suelo y su estilo de vida, defendiendo así
la patria.
Ese
criollo ecuestre que gustaba del entrevero fue la materia prima que usó San
Martín para preparar un cuerpo de caballería de línea cuyo nivel estuviese a la
altura de los que luchaban en Europa. “Debían ser excelentes jinetes, acostumbrados
a vivir a caballo, y…poseer un físico adecuado, de alta estatura, bien formados,
fornidos y de excelente salud, condiciones que necesitarían para sobrellevar la
dura disciplina y permanente ejercitación que impuso el comandante” (Scenna).
El antiguo
cadete del Real Seminario de Nobles de Madrid tenía en mente algo como los
granaderos montados que había creado Luis XIV, el “Rey Sol”, dice Fernando
Romero Carranza. Los que, en 1830, el “rey populista” Luis Felipe de Orleáns,
hijo de “Felipe Igualdad”, disolverá “por considerar que los granaderos
configuraban un arma excesivamente aristocrática” para su gusto mediocre.
Para
lograr el grado de excelencia requerido, San Martín basó la composición de su cuerpo en una estricta selección de aspirantes.
Aristocrático no se oponía a criollo: “Entre los arreos de montar San
Martín impuso como silla para la tropa el lomillo o recado de creación y uso gauchesco, privilegiando así la equitación
local, sólo permitiendo en los oficiales el uso de la silla inglesa; para él, la elección de los caballos, su
adiestramiento y su estado eran de gran importancia”.
Será el 3 de febrero de 1813 la oportunidad de poner a prueba sus
granaderos en el combate de San Lorenzo. Llega desde Buenos Aires haciendo el
excepcional recorrido de 80 km
diarios (Goyret). Allí se produce el
bautismo de fuego de los 125 soldados del cuerpo de élite y sus caballos
criollos.
San Martín pelea valientemente montado en un bayo, pelaje típico de la
herencia del caballo español, al que Solanet atribuye características de
especial brío y nobleza. El caballo cae
heroicamente en la refriega. El correntino Sargento Cabral con fuerza hercúlea
solivia el animal muerto y salva al jefe, muriendo él. Manuel Díaz Vélez carga
con tanto ímpetu que se desbarranca y muere de las heridas recibidas (Rosa).
Luego, en preparativos para la invasión a Chile, San Martín pide al
gobierno de Buenos Aires 1500 caballos de pelea para los granaderos, “esa
caballería maniobrera que nos dará decidida ventaja por desconocerla en mucho por parte del enemigo”.
Esos caballos criollos con aptitudes y morfología apta para la acción
rápida y la maniobra envolvente, olvidada en España por los ejércitos de los Borbones,
darán a San Martín la razón.
Con mulas de marcha lleva la caballada por varios pasos, apoyado por las
expediciones auxiliares de San Juan y La Rioja , a través de la “enorme cordillera, operación que ha sido
justamente elogiada por varias escuelas militares del viejo mundo, dada la
precisión con que fue ejecutada” (Udaondo).
El 12 de febrero de 1817 en Chacabuco la acción de la caballería criolla
es decisiva. El propio San Martín toma en sus manos el estandarte y se pone al
mando de los granaderos como lo había hecho en San Lorenzo, y así esa “caballería maniobrera” tan alabada por su jefe obtiene su primer gran suceso militar. Horas antes,
en la misma fecha, la caballería riojana conducida por Nicolás Dávila tomaba
Copiapó, dando a la patria su primer triunfo, de acuerdo a Antonio Zinny (ver
nuestro artículo en número anterior de este Boletín).
Después de estas memorables batallas trasandinas, de victorias y
derrotas, San Martín vence definitivamente a los realistas en Maipú.
Los Granaderos a Caballo “…fue el cuerpo que recorrió la América en triunfo desde
el Plata hasta el Chimborazo y el que dio más generales y jefes de valer al
ejército argentino” (Enrique Udaondo).
Entre sus mejores oficiales se encontraba el joven Teniente Juan Galo de
Lavalle, quien “se distinguirá a partir de ese momento y llevará a los
granaderos a sus más heroicas acciones, montados en caballos criollos”.
Dos acciones de Lavalle -dice Romero Carranza-, enviado por San Martín en
auxilio del Mariscal Sucre, dan la pauta de que la excelencia anhelada se había
logrado.
En
Riobamba, con 96 granaderos, Lavalle carga contra 420 soldados de la caballería
enemiga. Finge una retirada para atraer al enemigo. En ese momento Sucre, que presencia la maniobra, comenta: “si Lavalle quiere perderse, que se
pierda solo“, pero el escuadrón rehace las filas, vuelve la cara y carga a degüello, y en 15
minutos de combate desbarata completamente
a la caballería enemiga.
Los granaderos siguen en el ejército al mando de Alvarez de
Arenales, que es vencido por los realistas en Torata y Moquegua. La protección de la retaguardia
de los vencidos es encomendada a 300
granaderos que comanda el coronel Lavalle, que debe lograr que esas tropas puedan embarcarse
en el puerto de Illo, rechazando el hostigamiento de 1.000 jinetes realistas al
mando del General Carratalá.
En un corredor de 40 kilómetros , los
granaderos dan veinte cargas
seguidas en tres horas y permiten a
todo el ejército embarcarse.
“Sólo jinetes de excepción con
caballos fuera de lo común pudieron hacer esta hazaña, piensen que en un
partido de polo en diez o doce minutos de acción los caballos se agotan y deben
ser cambiados” (Romero Carranza, cit.).
Evocar estos hechos ayuda a entender
el viejo refrán argentino: “la patria, se hizo a caballo…”. Tradición que,
esperamos, nunca ha de morir en este suelo.
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Fuente: blogs Argentina, señorío y esplendor y Aristocracia y Sociedad orgánica
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