martes, 16 de junio de 2020

17 de junio, fecha patria en homenaje al Gral. Güemes: El guerrero y el caballo en la gesta hispanoamericana - Conferencia en el Instituto Güemesiano de Salta







El guerrero y el caballo en la gesta hispanoamericana

Luis María Mesquita Errea
Conferencia en el Instituto Güemesiano de Salta - Actos en honor del Gral. Martín Miguel de Güemes, héroe de la Guerra Gaucha
17 de junio de 2011

La historia épica de Hispano-América gira en torno a la defensa heroica de los valores más altos, que llevan a jugarse el todo por el todo en lances de supremo coraje y belleza.
Los pueblos de las Españas concebían la vida como una lucha y esta visión arraigó con ropajes propios en suelo americano.
Frecuentemente el guerrero fue, de este lado y del otro del Atlántico,  caballero en el sentido pleno: un luchador de a caballo. Desde el Cid y San Fernando de Castilla, peleando contra ágiles jinetes y corceles árabes, al Emperador Carlos, “el Príncipe de la caballería ligera”, con su oscuro azabache de gualdrapa borgoña glorificado por Tiziano;  de Hernán Cortés con su  porce lano   y  su penacho  movedizos y albos como el viento blanco,  a Jerónimo Luis de Cabrera –el criollo estratega defensor del Tucumán en el Gran Alzamiento, nieto de dos fundadores; del santafesino Echagüe y Andía, que amanecía en los montes enfrentando las flechas, ganándose el respeto, la sumisión y la conversión de los indígenas, al Alférez Martín Miguel de Güemes, galopando a tomar el Justina;  del Caballero del Ande a Quiroga y Rosas, a Arenales, Lavalle y La Madrid, indisociables del fiel caballo de guerra .
En escenarios dispares, de la desolada puna a las selvas hondureñas trepadas a las ruinas mayas, el heroísmo del hombre de a caballo tejió las páginas más admirables y formativas de nuestra Historia. Pues el caballo es el complemento supremo del hombre de gesta y por eso fue destinado a hacer retumbar con sus cascos musicales el gran parche del campo de batalla, a mezclar su relincho con los toques del clarín de guerra y a ser la monta en la que, de acuerdo a las Sagradas Escrituras, vendrá el propio Hijo de Dios “en poder y majestad” a pelear la batalla final de la Historia.
De la colorida serie de gestas hispano-americanas, evocaremos en estas páginas la famosa Jornada de las Hi bueras, en que Hernán Cortés se puso a sí mismo, a sus hombres y a sus cabalgaduras en máxima prueba.
Nos vamos a las selvas hondureñas, que el extremeño pretendía explorar, para lo cual había que atravesar selvas y pantanos, cruzar la cordillera que separa Méjico de América Central, y llegar al mar.
Montaba su renegrido favorito, el del sitio de Méjico, partiendo a lo inexplorado tan intrépidamente como lo hiciera Colón al Oeste, y con similar conocimiento -apenas genérico- de la ruta a seguir, intentando descubrir, para engrandecer el Imperio y extender la Fe, una región inhóspita en que a cada paso acechaban sorpresas y peligros, que ni siquiera los guías locales conocían bien, pues se manejaban en canoas. Contaba sólo con una pequeña brújula y un tosco mapa trazado por un buhonero indígena.  
Partió con 250 hombres entre los cuales se contaban 90 jinetes. A éstos se sumaban 300 cargadores mejicanos, inaptos para la pelea; y seis músicos, dos halconeros, un juglar y un piruetero flautista, para alegrar y distraer. Más una tropilla de cerdos…
A poco de andar, se presentaron las primeras sombras en el horizonte. En ausencia del jefe, cundía la rebelión en Méjico. Y aparecían dificultades insospechadas en la marcha, que superan toda exageración, que hicieron de ella una de las más arduas de la historia…, resultando aplicable la fórmula, frecuente en las crónicas: “Porque después de Dios, debimos la victoria a los caballos”. A aquellas monturas de corazón fuerte, de paso vigoroso en la tierra y el agua, que infundían terror a los indígenas, que pensaban que mordían más terriblemente que los perros. Las que así pintaban los pensadores de entonces, como Pedro Conde, que proclamando a las cabalgaduras: defensa y baluarte de reyes… la más noble bestia…, el más hermoso, veloz y de mayor coraje de los animales domesticados.
Compañeros del hombre a un punto que hoy, lejos del campo, no se entiende, y que permitió a España –a diferencia de otras naciones- conquistar lo desconocido, los lugares de los que no se tenía noción de hacia dónde se iba ni de qué les aguardaba.
La marcha de Cortés en el impenetrable hondureño se hacía cada vez más difícil. Pasaban de ciénagas de leguas de extensión a las altas montañas; debían cruzar ríos en que no había puentes; a lo que se añadía la desventaja del insuficiente pasto y de los insectos que acometían noche y día.
Se topan con el Río San Pedro, de casi 300 metros de ancho, correntoso y poblado de voraces caimanes.
Por intermedio de la cacica Marina, su intérprete, le explica a los indígenas lo que deben hacer; y éstos construyen un puente “virilmente y con pujanza”. Estos “Puentes de Cortés” quedarían para la historia de las selvas hondureñas, ya que superaron el medio siglo de vida útil. Y eran imprescindibles para ayudar no sólo a los hombres sino también a los caballos, cuya pérdida  -en términos militares- equivalía a la de veinte hombres.
Vencido el río, los recibe, poco después, “La Laguna”: ¡tremenda! Los caballos se hundían hasta las orejas en el fango. “Perdimos toda esperanza de salvación y de cruzar”, escribió el conquistador en sus cartas a Su Majestad Cesárea,  Carlos I de España y V de Alemania. Pero el vasallo que enfrentaba tales pruebas era el arquetipo del conquistador, un heredero del espíritu de Fe y de cruzada de la Reconquista, sin perjuicio de las influencias neopaganas del Renacimiento, que en los conquistadores afloraban, como lo cuenta Bernal Díaz del Castillo. Ante las dificultades, su espíritu se elevaba, como cuando quemó los barcos para conquistar o morir, o cayó preso en la “noche triste”, y estuvo al borde del sacrificio.
Sin perder la serenidad y confiando en la Providencia, dispuso que hicieran fardos de juncos que harían las veces de flotadores; y yendo y viniendo, maniobrando como mejor pudieron, avanzaron penosamente hasta encontrar un canalito por donde los caballos pudieron mover sus remos y nadar.
Con la ayuda de Dios, al cabo de la acometida, estaban todos salvados, tan fatigados que apenas podían pararse: ofrecieron su acción de gracias al Señor de los Cielos pues hubiéramos perecido, hombres y caballos. Visión maravillosa y patética la de los hombres extenuados, arrodillados junto a sus cabalgaduras, bajo el sol tropical. El Emperador, varón de a caballo y de guerra, leyó con vivo interés este cuadro animado de lo que podía su gente en el lejano continente americano.
A Cortés, dice Cunninghame Graham, se lo mira habitualmente bajo su faz de guerrero y gobernante, pero no era menos un explorador y hombre de campo de primera. Condiciones que recuerdan las de héroes como Martín Miguel de Güemes, dotados de una personalidad poli-facética que explica las proezas que pudieron realizar.
Podemos reconstruir esta travesía por aquellos bosques paradisíacos e infernales, donde bullían pájaros, monos y garzas, en cuyas aguas flotaban troncos que, al acercárseles, resultaban caimanes que se escabullían o se reposicionaban para el ataque, envueltos en una neblina como la de los ambientes de Watteau, visión irreal... En un lago, cerca de Chi chén Itzá, cazan venados que “alancearon muy a su placer”… especie de locura, para C. Graham, en la que muere un caballo; sin duda necesaria para evitar el peor de los males para una fuerza, la inacción y la depresión, contrarrestada con correría vigorosa y exquisito alimento contra el hambre y las privaciones, que habrán celebrado con canciones, músicas y cuentos.
La larga caravana encabezada por Hernán Cortés sigue marchando por el Paso del Alabastro o Sierra de los Pedernales. El valeroso “morcillo”, ¡ay!, se hinca una astilla en el casco, y debe dejárselo a un cacique amigo, en el lago Petén Itzá, poblado de islas misteriosas…
Con el tiempo la encendida imaginación de los naturales que lo cuidaron y no pudieron evitar su muerte, lo tratarán como divinidad, harán una réplica del caballo y lo pondrán en un templo.
Cortés no llegará a enterarse, pues hasta que los cristianos volvieran a pasar por allí transcurrirían más de 150 años.  Fue en 1697, con la expedición de Ursúa, en la que un cacique, impresionado por los movimientos y relinchos de los caballos, al llegar los españoles,  juega como un niño imitando sus movimientos y sonidos. Esta belleza será la puerta para su conversión al Dios de los tres trascendentales, bonum, verum y pulchrum (belleza); contento, se hace bautizar con el nombre de Pedro Caballito. ¿Habrá imaginado Cortés que su caballo sería adorado en un templo, y que el esplendor de la especie hará de puente con los indígenas?
El conquistador llevaba un promedio de seis leguas por jornada, bueno en circunstancias tan difíciles. Cada tanto herraban las bestias con herraduras parecidas a las de los moros, de quienes los caballeros españoles habían aprendido a montar “a la jineta”, estribando corto, maniobrando rápido y con la firmeza de sus altos arzones, que se mantendrán, acortados, en la montura de campo norteña y cuyana. Y también se mantendrá lo esencial de esa forma de montar en lo que siglos después será llamado por el Gran Capitán “caballería maniobrera”.
Llega  por fin la hueste a las montañas que dividen Méjico de América Central,  “una de las maravillas más grandes que en todo el mundo pudiera contemplarse”. No pensaban que tardarían doce mortales días en cruzar sus ocho leguas, que los diezmarán peor que un desastre militar: sesenta y ocho caballos (¡) mueren por exceso de trabajo, cambios climáticos bruscos al pasar de llanuras cálidas a temperaturas árticas,  despeñados en los precipicios y desfiladeros. Y por la sed, que casi mata a hombres y animales, si no hubieran guardado agua en sus pavas de cobre.
Cortés vertió lágrimas de sangre, pero la prueba no había terminado. Llevaban “del diestro” los animales sobrevivientes, de los que hasta el último sano quedó inutilizado.
Atraviesan el paso, descansan, y al cruzar un río a nado dos yeguas son arrastradas por la correntada. Encuentran un río grande con una carabela abandonada: ¡providencial hallazgo!  Carga a todos los que puede: sólo 40 españoles están en condiciones de llevar armas y sólo 50 mexicas sobreviven aún. El esfuerzo de la Conquista fue sobrehumano… Bernal Díaz del Castillo, el cronista genial por sus ideas, expresividad y militar simplicidad, conduce por tierra los pocos caballos aún vivos. Transcurren nueve días de navegación hasta que llegan al actual Puerto Cortés, en Honduras, que por sobradas razones lleva su nombre.
La maravillosa expedición había terminado…
Según los expertos,  se trata de una de las más extraordinarias de la humanidad. Ni siquiera comparable con la Anábasis griega, pues Xenofonte y sus 10.000 sabían a dónde y por dónde iban, avanzando heroicamente por un camino. Cortés, en cambio, hacía el camino, aunque fuera pisando sobre los caimanes y las flores acuáticas…
El y sus hombres estaban fundidos en el molde de los héroes, dice C. Graham, pero no olvidemos que eran héroes formados en la escuela de heroísmo cristiano, como los nuestros.
Agrega este escocés de las pampas que tenían cuerpo de hierro y almas de acero, a prueba de toda clase de peligros y privaciones. Que sus caballos fueron dignos de ellos, marcharon hasta caer muertos, siempre dispuestos a galopar cuando la necesidad lo requería. Que tuvieron la única recompensa a la que podían aspirar en esta tierra: saber que su esfuerzo fue llevado al máximo, sin titubeos ni quejas. Y que un caballo fue erigido en divinidad…

Así se gestaba una tradición histórica hispano-americana, con protagonistas castellanos e indígenas. …En los tiempos de la Casa de Austria, de los descendientes de la gran Isabel, que estaba a la altura del más aguantador jinete, que se presentaba en los campos de batalla, construía Santa Fe en piedra -para tomar Granada-, cuando el incendio consumía las tiendas; que galopaba días y noches enteros para cumplir su vocación de reina católica.
La España de los “Austrias menores” en el siglo XVII no tenía tal vez toda la garra de la España de Isabel y de Felipe II. Pero era como un galeón grandioso, con su arboladura dañada por los cañonazos, con una cuota de esplendor de “Siglo de oro” que repercutió en toda Europa y marcó la Francia del Rey Sol, hijo de Ana de Austria y marido de María Teresa, princesas españolas Habsburgo.
Encontramos la figura voluminosa y  compleja del Conde Duque de Olivares y la de aquel florón tierno y varonil del Infante don Baltasar Carlos. A ambos los pintó Velásquez en inmortales escenas ecuestres que marcaron época.
Podemos enrostrarle al Conde Duque los errores que tanto costaron al mundo hispánico en desmedro de su misión histórica y en beneficio del anglo-sajón protestante y positivista. Pero no se puede negar que consagró sus mejores años a servir, mal o bien, a España.
Y es interesante para la consideración de este tipo humano que era uno de los mejores caballistas de España y que cabalgó casi hasta el día de su muerte. Y que en medio de sus graves responsabilidades de gobernar un Imperio fabuloso jamás visto en la historia (Busaniche), no se sentía él si no iba en persona a las dehesas de Madrid a apartar los toros para las grandes corridas.
¡Qué familiar resulta esta afición ecuestre con la de nuestros prohombres de a caballo, anteriores a la expansión de la Revolución Industrial! Mencionemos aquí al gran Presidente ecuatoriano García Moreno (1821-1875), que al enterarse de una amenaza de invasión peruana en las fronteras se hizo cauterizar una herida con hierro candente y cabalgó de inmediato a conjurar el peligro.
O al austero General Arenales, héroe de Pasco y La Florida, cuyas prendas privilegiadas eran su mula de marcha y su caballo de batalla, que él mismo ensillaba y herraba.
Y así adentrados en el siglo XIX, evocando a Güemes, digamos algo de los combatientes que fueron pilares de nuestra historia en la Emancipación: los gauchos de la epopeya güemesiana y los granaderos a caballo, representantes de dos modalidades de pelea muy diferentes y geniales. En las que no puede faltar el equino y un jinete que sepa maniobrarlo y pueda “vivir a caballo”.

Hombres de la Argentina profunda, como el Chacho, que en la Tablada y Oncativo, en el Rincón y en la Ciudadela, hará “la fabulosa hazaña de enlazar los cañones enemigos para arrastrarlos fuera de las líneas. No es fácil imaginar la destreza criolla requerida para semejante maniobra…” (Félix Luna). Y que recorrerá Córdoba, Cuyo y el Norte, y cruzará la cordillera, muchas veces con su mujer, la fiel Doña Victoria Romero, galopando al infinito para resistir al centralismo (unitario o rosista, en esencia, lo mismo daba), que quería subyugar esa Argentina.  Quien, tal vez inspirado en Güemes, o hijos ambos de esa tradición histórica, ejercía una patriarcal atracción sobre los gauchos, a quienes guiaba por medio de consejos: “El ejército del general Peñaloza era de milicias; arrieros y pastores que guardaban en sus ranchos la lanza y el sable, y cuando venía la convocatoria verbal transmitida por un chasqui, ensillaba el mejor caballo y con otro de tiro se iban a Guaja. Sus jefes eran estancieros o mineros, y los hijos de éstos formaban el cuadro de oficiales” (J. M. Rosa).

Luego de Vilcapugio y Ayohuma, el Ejército del Alto Perú estaba reducido a “los tristes fragmentos de un ejército derrotado”  –según escribió San Martín al Triunvirato. Así,  la entrada de los realistas vencedores a nuestro territorio se encontraba expedita. El 16 de enero de 1814, el General español Juan Ramírez y Orozco ocupa Jujuy; desde allí manda a Salta una avanzada al mando del Coronel Saturnino Castro, que procede a tomarla cinco días después.
La situación era perturbadora para los pueblos del Valle de Lerma, acostumbrados a la amable existencia rural de poblados, fincas y haciendas que constituían su característico modo de vida.
Julio Be nencia traza un admirable cuadro de aquella sociedad criolla fronteriza, “rudimentaria y vigorosa”. “Estos campesinos, que utilizaban diestramente el lazo, seguros baquianos, expertos en seguir huellas, se habían endurecido en el trabajo rural, dominando a los toros bravos y a las reses cerriles que poblaban los montes. Dotados de una fortaleza física excepcional, eran tanto o más duros que sus hermanos de las pampas. No ignoraban el arte de la guerra y desde fines del siglo anterior hasta 1808, la hicieron contra los indios infieles de la frontera chaqueña, integrando milicias voluntarias, acreditando arrojo y sobriedad en una lucha en la cual no se perdonaba la vida al vencido.
“No eran desheredados; arrendaban parcelas de la finca pagando el canon en especies. Creyentes sinceros e infaltables a las funciones religiosas, practicaban noblemente las leyes de la hospitalidad. Tenían armas, equipo, rebaños, caballos propios y por encima de todo un profundo amor a la tierra, germen del futuro federalismo.
“La familia y la chacra, situada casi siempre en el fundo de sus antepasados, absorbían sus cuidados. A esta última dedicaban los momentos libres de las tareas pastoriles. El terruño y los afectos los hicieron propensos al idealismo, lo que no disminuía la fiereza heredada de los antiguos humahuacas y calchaquíes”.
No era una sociedad ovejuna y dependiente donde el absolutismo iba a intentar imponerse. Tal vez no hubiera estado en sus objetivos si no fuese que las fuerzas de ocupación necesitaban remontar sus caballadas y alimentar sus combatientes. No tardaron en enviar contingentes militares para incautarse de reses y montas. Los hacendados salteños, justamente alarmados, se dispusieron a defender el fruto de su trabajo y el sustento de sus peones y familias.
Don Luis Burela los convoca a la resistencia armada, a la salida de la misa dominical, como lo cuentan Luis Arturo Torino y otros autores. 
-“… ¿con qué armas? , le preguntaron.
-“¡Con las que les quitaremos!”, respondió presto Burela, y a pedido de los presentes se puso al frente de la resistencia.
Cumplía esta misión confiscatoria el Teniente cuzqueño Ezenarro, que dirigía una partida de 30 soldados de caballería. Soberbio y altanero,  se incautaba de los animales que encontraba, sin pagar nada. Tres horas después regresaba Burela, con sus peones y los paisanos de sus amigos, cayendo sobre el pelotón,  desarmándolo  y haciéndolos prisioneros, jefe incluido.
No se quedó allí pues había decidido arriesgar su holgada situación económica y el plácido entorno familiar que endulzaba su pacífica y bucólica existencia poniéndose a la cabeza de sus gauchos.
Sin esperar la reacción de los realistas, salió a campaña, capitaneando 60 hombres armados de tercerolas y sables quitados al enemigo. Avanzó en dirección a Salta a esperar a los efectivos que saldrían a castigar su rebelión, lo que ocurrió a la madrugada siguiente.
Escondiendo sus efectivos en la espesura, les cayó de súbito por la retaguardia, consiguiendo con la sorpresa apresarlos a todos. Luego los remitió con los anteriores a Tucumán, a disposición de la autoridad militar. ¡Admirable golpe!
A su vez don Pedro de Zabala, propietario de El Carril, se levantaba en actitud belicosa, organizando los gauchos de sus dominios de San Agustín, formando el “Escuadrón de Zabala”, para pelear en la Guerra Gaucha con 60 hombres.
En Salta, con la victoria lograda poco después por Güemes sobre Saturnino Castro en  el Tus cal de Velarde, la guerra de partidas avanza.
“Velarde es en esta guerra de recursos un modelo de emboscada táctica. A una legua de Salta, entre los espesos montes que flanquean el camino, ocultó el caudillo la fuerza de la encamisada [nota: ataque que en la guerra antigua se hacía de noche con camisas blancas]. Una partida empieza a tirotear las avanzadas y Castro, con ochenta dragones, sale a exterminarla. Hábilmente lo conducen al lugar elegido donde surgen del monte con gran ruido los jinetes salteños. Unos pocos enemigos, a uña de caballo, se salvan de los sables y machetes de los gauchos” (Be nencia).
Los gauchos se van adueñando también de la periferia de Salta, obstruyendo las comunicaciones de los invasores con Jujuy.
Había refriegas casi diarias dentro de las mismas calles del pueblo, en que se manifestaba su forma típica de pelea: arrebataban con el lazo, según palabras de Pezuela, a todo soldado realista que se alejara, aunque fuera a una cuadra de la plaza principal.
El general absolutista los pintaría más tarde, con despecho, en estos términos: “Manteniéndose ocultos como conejos en los bosques hasta encontrar la ocasión de hacer la suya; de manera que los soldados de Dragones [n.:los de Saturnino Castro, que contribuyeron eficazmente al triunfo español en Vilcapugio] , que siempre fueron valientes, llegaron a acobardarse de una gente tan despreciable, que sólo el nombre de gauchos lo miraban con horror” (ap. Be nencia). ¡Vaya conejos, que infundían tanto pavor a los veteranos de Pezuela!
Su observatorio era el cerro San Bernardo y las lomas cercanas. Burela era uno de los jefes de partidas que hostilizaban la ciudad, espiando los menores movimientos. Cada vez que salían pelotones del ejército español a procurarse recursos hacían disparos en señal de alarma.
Los otros jefes gauchos aprontaban sus jinetes para dar batalla y llegado el momento preciso caían de improviso sobre los ocupantes, en un paraje estudiado. Para éstos, perseguir y aniquilar a este enemigo sorpresivo y huidizo era tarea superior a sus posibilidades, refiere Luis Arturo Torino, ya que los soldados no conocían el admirable arte de correr a caballo por el monte, ni sus sendas intrincadas e invisibles para el ojo no acostumbrado. ¡Pobre de aquel que temerariamente se introducía en aquellos garabatales e impenetrables enramadas! No tardaba en extraviarse y convertirse en fácil presa de sus baquianos e implacables cazadores.
Así, al llegar el propio Comandante en Jefe General Pezuela a Salta, se dio con que lo esperaban 4.000 gauchos armados de lanzas, lazos, boleadoras y escasas armas de fuego, un tipo de guerra muy difícil de sofocar en el terreno montuoso y quebrado,
Envía dos columnas militares a explorar las sendas rutas a Tucumán y recoger víveres, mulas y caballerías. También intenta atraer a San Martín a Salta a una batalla campal de la que esperaba salir victorioso.
La primera columna no pudo pasar de Cobos. Los gauchos de La Frontera, mandados por Güemes, la acosaron de manera tan tenaz y vigorosa que abandonó el proyecto volviendo con menos efectivos y las manos vacías.
La segunda columna tenía que llegar a Guachi pas. Partió el 10 de junio tomando el camino real. El comandante Pedro de Zabala y su segundo, Luis Burela, repliegan sus fuerzas a Sumalao, santuario del milagroso Señor y famosa feria comercial que evocó Concolorcorvo.
El degüello de un esclavo –“tan demencial como innecesario”-  enardeció hasta el paroxismo a los gauchos, que lo presenciaban desde los oteros cercanos.
Cerca de El Carril, muy temprano, atacan por sorpresa a los peninsulares, que se retiran a la Estancia El Bañado, a almorzar, lo que es frustrado por los recios ataques de las partidas.
Toman el camino de vuelta. Por el callejón que llevaba a los rastrojos de Calixto Gauna, propietario en Sumalao, fueron atacados por Burela, hijo político del legendario jinete, más los efectivos de Manuel Gómez, quienes les tendieron una emboscada disparándoles con tanto acierto que derribaron a un oficial y seis soldados a la primera descarga. Los españoles empavorecidos se retiraron vertiginosamente, evitando romper la formación, que hubiera significado su aniquilamiento, dice Torino.
Las fuerzas gauchas los persiguen hasta La Merced, causándoles bajas en los caminos estrechos.  Al día siguiente continuó el hostigamiento hasta que, al llegar al Río Ancho, hombres y caballos no pudiendo más se ven forzados a parar.
Los españoles volvieron a Salta con semblante de terror y manos vacías de noticias y ganados. Hasta una carga de trigo, su único botín, les fue arrebatada en los combates.
Los hacendados salteños recurrían a todos los ardides que el medio les facilitaba. Montaron una ingeniosa red de espionaje en que las mujeres jugaban el papel protagónico. El descubrimiento de la red produjo gran desencanto en el ánimo de los invasores.
Al ver el efecto de sus proezas contra fuerzas militares probadas crecía la osadía de los partidarios. El 10 de julio de 1814, las fuerzas del Comandante Zabala entran en Salta atacando por 4 puntos. Don Pedro toma personalmente la Quinta de Medeyros. El Oficial Melchor Lavín contraataca con 400 hombres y resulta gravemente herido, quedando sus tropas desmoralizadas. ¡No había sido un paseo militar!
La inopinada resistencia de los milicianos salteños mantenía inmovilizado a Pezuela, quien, con seis expediciones derrotadas, es presa de gran decepción y decide, finalmente, retirarse. ¡Salta y sus gauchos habían triunfado!
También había triunfado una estrategia, fruto de siglos de orgánica herencia hispano-criolla propia de nuestra cultura de patriarcado rural señorial y popular. Los patrones encarnan el tipo humano de sus ancestros, los antiguos vecinos de las ciudades. Acaudillan naturalmente a aquellos gauchos cuya “familia se constituyó según el patrón cristiano por la influencia de la evangelización; su amor y afición al caballo los tomó de los españoles que…estaban habituados a las andanzas ecuestres por Europa y América”.
“Su hombría, su probidad y su respeto por las jerarquías hicieron de ellos el alma y el brazo de la gigantesca lucha entablada entre realistas y patriotas en las fronteras de la República. Dieron en todo momento muestras de dotes militares, de habilidad y constancia, acudiendo espontáneamente a alistarse al primer atisbo de peligro”. A alistarse “en los instantes decisivos (en) los puestos de mayor peligro y disputándose el honor de ser los primeros en medir sus lanzas”.
El principal medio fue, una vez más, el caballo: “no se puede concebir al gaucho sin su caballo, son un todo armónico. Este fue el secreto del éxito en las cargas, su salvación en las retiradas, la velocidad en las sorpresas, y, a veces, su centinela y hasta su trinchera”, escribe Apolo Premoli López, descendiente de aquellos Burela que hicieron patria.
Eran esos gauchos de Chicoana, El Carril, El Bañado y Rosario de Lerma y de tantos otros pueblos y parajes de variados puntos de la provincia, los que Güemes, como dice Vicente Fidel López, se consagró a organizar y disciplinar, apuntando a todos los habitantes capaces de montar a caballo y tomar las armas. Juntó excelentes caballadas y preparó potreros donde mantenerlos con vigor; organizó la población en grupos de 20 hombres mandados por dos oficiales, y cada cuatro grupos bajo un jefe experto; les distribuyó armas de fuego y les hacía hacer evoluciones rápidas, sorpresas, correrías dentro de los bosques, acorazados con los guardamontes, que producían un ruido atronador al golpear de las azoteras: unas veces tiraban el lazo a la carrera, otras hacían fuego sin desmontarse o echaban pie a tierra para maniobrar como infantería. Les aseguraba a todos que aquello tenía por objeto defender la patria (ap. L. A. Torino).
Pues los gauchos, hombres de campo, grandes o pequeños ganaderos subestimados por los invasores, conocían “perfectamente el área geográfica donde se desarrollaban las acciones bélicas, conocían el clima, sus cerros, sus valles, su monte, el régimen de crecida de sus ríos. Nada para ellos les era extraño, lo que les dio la ventaja de poder elegir la táctica precisa” (Apolo Premoli López).
El guerrero criollo “se valía en esta guerra de su gran conocimiento del medio y de elementos muy rudimentarios como lanzas, boleadoras, puñales y algunas armas de fuego. Con su caballo y montura hacía prodigios para engañar al enemigo, como el galope escondido, figurarse muerto aún con su caballo y en el monte golpear los guardamontes para hacer gran barullo y aparentar ser más numerosos o salir de improviso de entre los árboles” (Ercilia Navamuel).
Era el hijo de la tierra, que defendía su suelo y su estilo de vida, defendiendo así la patria.
Ese criollo ecuestre que gustaba del entrevero fue la materia prima que usó San Martín para preparar un cuerpo de caballería de línea cuyo nivel estuviese a la altura de los que luchaban en Europa. “Debían ser excelentes jinetes, acostumbrados a vivir a caballo, y…poseer un físico adecuado, de alta estatura, bien formados, fornidos y de excelente salud, condiciones que necesitarían para sobrellevar la dura disciplina y permanente ejercitación que impuso el comandante” (Scenna).
El antiguo cadete del Real Seminario de Nobles de Madrid tenía en mente algo como los granaderos montados que había creado Luis XIV, el “Rey Sol”, dice Fernando Romero Carranza. Los que, en 1830, el “rey populista” Luis Felipe de Orleáns, hijo de “Felipe Igualdad”, disolverá “por considerar que los granaderos configuraban un arma excesivamente aristocrática” para su gusto mediocre.
Para lograr el grado de excelencia requerido, San Martín basó la composición de su cuerpo en una estricta selección de  aspirantes.
Aristocrático no se oponía a criollo: “Entre los arreos de montar San Martín impuso como silla para la tropa el lomillo o recado de creación y  uso gauchesco, privilegiando así la equitación local, sólo permitiendo  en  los oficiales el uso de la silla inglesa;  para él, la elección de los caballos, su adiestramiento y su estado eran de gran importancia”.
Será el 3 de febrero de 1813 la oportunidad de poner a prueba sus granaderos en el combate de San Lorenzo. Llega desde Buenos Aires haciendo el excepcional recorrido de 80 km diarios (Goyret). Allí se produce el  bautismo de fuego de los 125 soldados del cuerpo de élite y sus caballos criollos.
San Martín pelea valientemente montado en un bayo, pelaje típico de la herencia del caballo español, al que Solanet atribuye características de especial brío y nobleza. El  caballo cae heroicamente en la refriega. El correntino Sargento Cabral con fuerza hercúlea solivia el animal muerto y salva al jefe, muriendo él. Manuel Díaz Vélez carga con tanto ímpetu que se desbarranca y muere de las heridas recibidas (Rosa).
Luego, en preparativos para la invasión a Chile, San Martín pide al gobierno de Buenos Aires 1500 caballos de pelea para los granaderos, “esa caballería maniobrera que nos dará decidida ventaja por desconocerla  en mucho por parte del enemigo”.
Esos caballos criollos con aptitudes y morfología apta para la acción rápida y la maniobra envolvente,  olvidada en España por los ejércitos de los Borbones, darán a San Martín la razón.
Con mulas de marcha lleva la caballada por varios pasos, apoyado por las expediciones auxiliares de San Juan y La Rioja, a través de  la “enorme cordillera, operación que ha sido justamente elogiada por varias escuelas militares del viejo mundo, dada la precisión con que fue ejecutada” (Udaondo).
El 12 de febrero de 1817 en Chacabuco la acción de la caballería criolla es decisiva. El propio San Martín toma en sus manos el estandarte y se pone al mando de los granaderos como lo había hecho en San Lorenzo, y así esa “caballería   maniobrera” tan alabada por su jefe obtiene  su primer gran suceso militar. Horas antes, en la misma fecha, la caballería riojana conducida por Nicolás Dávila tomaba Copiapó, dando a la patria su primer triunfo, de acuerdo a Antonio Zinny (ver nuestro artículo en número anterior de este Boletín).
Después de estas memorables batallas trasandinas, de victorias y derrotas, San Martín vence definitivamente a los realistas en Maipú.
Los Granaderos a Caballo “…fue el cuerpo que recorrió la América en triunfo desde el Plata hasta el Chimborazo y el que dio más generales y jefes de valer al ejército argentino” (Enrique Udaondo).
Entre sus mejores oficiales se encontraba el joven Teniente Juan Galo de Lavalle, quien “se distinguirá a partir de ese momento y llevará a los granaderos a sus más heroicas acciones, montados en caballos criollos”.
Dos acciones de Lavalle -dice Romero Carranza-, enviado por San Martín en auxilio del Mariscal Sucre, dan la pauta de que la excelencia anhelada se había logrado.
En Riobamba, con 96 granaderos, Lavalle carga contra 420 soldados de la caballería enemiga. Finge una retirada para atraer al enemigo. En ese momento  Sucre, que presencia la maniobra,  comenta: “si Lavalle quiere perderse, que se pierda solo“, pero el escuadrón rehace las filas,  vuelve la cara y carga a degüello, y en 15 minutos de combate desbarata completamente  a la caballería enemiga.
Los granaderos  siguen en el ejército al mando de Alvarez de Arenales, que es vencido por los realistas en Torata y Moquegua.  La protección de la  retaguardia  de los vencidos es encomendada a 300  granaderos que comanda el coronel Lavalle,  que debe lograr que esas tropas puedan embarcarse en el puerto de Illo, rechazando el hostigamiento de 1.000 jinetes realistas al mando del General Carratalá.
En un corredor de 40 kilómetros, los granaderos  dan veinte cargas seguidas   en tres horas y permiten a todo el ejército embarcarse.
“Sólo jinetes de excepción con caballos fuera de lo común pudieron hacer esta hazaña, piensen que en un partido de polo en diez o doce minutos de acción los caballos se agotan y deben ser cambiados” (Romero Carranza, cit.).
Evocar estos hechos ayuda a entender el viejo refrán argentino: “la patria, se hizo a caballo…”. Tradición que, esperamos, nunca ha de morir en este suelo.





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Fuente: blogs Argentina, señorío y esplendor y Aristocracia y Sociedad orgánica




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