Cómo nos ven desde Italia:
Argentina 2020, ensayos técnicos de comunismo
Renato Cristin
De L’Opinione delle Libertà, 12 de junio 2020.
Argentina se está ahogando, y ¿qué está haciendo Europa para salvarla?
El más europeo de los países latinoamericanos está al borde no sólo de un
desastre económico, como demuestra el apremio del default, sino también
político, como se ve por la actuación del gobierno que asumió en diciembre
pasado con un nuevo presidente de la República. El riesgo de hundimiento es,
lamentablemente, real e inminente, y coincide, incluso en sentido causal, con
la imposición de un sistema que, para usar un término sintético, podemos
definir comunista. ¿Asuntos internos de un país soberano o cuestiones de
interés internacional? Cuando una crisis económica se relaciona con decisiones
políticas que contrastan con los fundamentos del mundo liberaldemocrático
occidental, este último tiene derecho y además tendría el deber de tomar una posición,
con todos los medios diplomáticos de que disponen las relaciones
internacionales, desde la moral suasion hasta la presión
económico-política.
Pero ¿qué está pasando en Argentina? En pocos meses
el gobierno de extrema izquierda (cuyo verdadero dueño es la vicepresidente
Kirchner, centro del poder y estratega de las decisiones cruciales), ha
empezado a aplicar un rumbo tan preciso como para resultar escalofriante.
Decretos, propuestas de reformas constitucionales que apuntan a socavar la
propiedad privada (cuya intangibilidad está establecida precisamente por la
Constitución), proyectos de transformación socialista del mercado laboral y de
estatización de las actividades productivas, en parte demagógicos y en parte
dramáticamente concretos, como se puede ver en el reciente intento de
expropiación gubernamental (bajo forma de intervención) del grupo industrial
agro-alimentario Vicentin, familia de origen italiano y empresa activa desde
1920, que entró en crisis en los últimos meses.
Esquema clásico de los regímenes comunistas:
empiezan denunciando la pobreza y señalando al sistema capitalista como su
causa, prosiguen acusando a las fuerzas que reaccionan a nivel nacional e
internacional de obstaculizar la posibilidad de superar la pobreza, y terminan
justificando la existencia de la pobreza misma para ocultar el saqueo con fines
personales, o del partido, o del partido-Estado, legitimando así la destrucción
y sovietización del sector empresarial, el
odio de clases, la privación de libertades personales y civiles. Esa teoría de
la expropiación generalizada es elaborada, incluso a nivel más alto del
poder, como forma de acción política y económica, como punto de inflexión hacia
una sociedad igualitarista de reminiscencias marxianas. El gobierno está
cruzando un umbral que para un país como Argentina parecía infranqueable. Pero
¿cómo se ha podido llegar a esta escalada? Bajo una estrecha vigilancia del
Fondo Monetario, arrinconado por acreedores internacionales, rodeado de países
con gobiernos de derecha (Brasil, Chile, Bolivia, Uruguay), ¿por qué un
gobierno decide radicalizar su tendencia socialista incurriendo en la
confiscación de empresas?
Hay un hecho que puede explicar esta arrogancia
ideológica. La Conferencia episcopal argentina favoreció la elección del
presidente Fernández y, aunque de manera muy discreta, apoya su proyecto de
cancelar incluso esos pocos elementos de liberalismo en la sociedad y de libre
mercado que el honesto aunque imprudente gobierno macrista había realizado. El
rasgo característico y original del neo-comunismo argentino reside
efectivamente en el beneplácito conferido por el Papa Bergoglio, quien autoriza
y promueve un experimento que puede definirse como de cato-comunismo. De hecho,
además de tener una línea directa con Santa Marta (que Kirchner no tenía), el
nuevo presidente cuenta con el apoyo de muchas personas que allí son
bienvenidas.
La visión socioeconómica de Bergoglio es la de
una sociedad pauperista y una economía casi de supervivencia, que aunque
pintada en tonalidades éticas, no deja de ser una pesadilla para cualquier
sociedad avanzada. Anhela una «economía comunitaria» que logre «crear trabajo
allí donde sólo había descartes de la economía idolátrica», en un escenario que
suena idilíaco pero que en realidad sería post-atómico, de tan sombrío: «las
empresas recuperadas» (o sea sustraídas a los propietarios), «las ferias libres
y las cooperativas de cartoneros son ejemplos de esta economía popular que
emerge de la exclusión y adopta formas solidarias que le dan dignidad». (Papa
Francesco, Terra, Casa, Lavoro, 2017).
Y los gobiernos deberían incentivar estas «formas
de economía popular y producción comunitaria» (aunque con frecuencia no paguen
impuestos, sean subsidiadas por el Estado y por lo tanto catalogables como
gasto público puro), porque serían expresión del bien común, la antítesis
respecto de la «idolatría del dinero». Esa es la teoría socioeconómica de
impronta bergogliana, y ese es el programa económico y social que un grupo de
líderes políticos y de movimientos sociales le ha propuesto hace pocas semanas
al presidente Fernández: hecha pasar por búsqueda del bien común, en realidad
esta perspectiva lleva a la pobreza común, a la pobreza generalizada, al comunismo
post-industrial, que en lugar de producir riqueza, genera miseria, para crear
así al hombre nuevo cato-marxista, desde siempre soñado por los teólogos de la
liberación.
El riesgo es entonces que el catocomunismo se
vuelva una forma-Estado. Siendo Bergoglio el líder global, entre quienes
teorizan se encuentra el obispo Sánchez Sorondo, un asesor muy cercano al Papa
y, como él, argentino, cuyo modelo no es tanto la Cuba castrista, la Venezuela
chavista o la Nicaragua orteguista, sino nada menos que China, esa China que el
obispo magnifica como reino del bien en la tierra: actualmente, sostiene
Sorondo, «los que mejor realizan la doctrina social de la Iglesia son los
chinos», porque si «el pensamiento liberal ha liquidado el concepto del bien
común, no quiere ni siquiera tenerlo en cuenta, afirma que es una idea vacía,
sin ningún interés, al contrario los chinos, no, ellos proponen trabajo
para el bien común», y por lo tanto «China está asumiendo un liderazgo
moral que otros han abandonado». China como guía moral universal parece una
broma, una imagen demasiado grotesca como para ser creíble, pero es funcional a
la línea antiliberal de Bergoglio, quien sigue, sin immutarse, machacando en
contra del sistema socioeconómico capitalista y con la paralela apología de la
pobreza como herramienta eminente para acercarse a Dios.
Esas son entonces las coordenadas de esta línea geo-teo-política:
Argentina-China-Cuba-Venezuela. La venezolización de Argentina representa el
salto en largo de los viejos montoneros, el logro de un nivel de
comunistización que el decenio kirchnerista no había conseguido imponer por dos
razones: porque sus líderes estaban ocupados más que nada en acumular para sí
mismos todo el dinero posible con asuntos públicos y privados, y porque, hasta
el 2013, o sea hasta la entrada en escena de Bergoglio, tenían en el Vaticano
una oposición radical que hoy en cambio se ha transformado en apoyo total.
A nivel geopolítico, el futuro inmediato de
Argentina podría consistir en una alineación con el eje chino-ruso-iraní; en
una ruptura, sin clamor pero neta, con el Occidente pro-estadounidense; en una
sintonía plena con la ONU y sobre todo con sus franjas tercermundistas; en
aventuras económico-sociales que tendrán como inevitable consecuencia la destrucción
de lo que quedaba del tejido productivo y civil del país. La bendición de
Bergoglio representa el sello de esa operación que debería contrarrestar el
viraje liberal-conservador de gran parte de América Latina, para estabilizar
institucionalmente la política de la Iglesia latinoamericana, ya completamente
controlada por la teología de la liberación.
Como dijo el cardinal chino Joseph Zen Ze-kiun, alguien que
conoce muy bien a los comunistas, en una memorable entrevista del New York
Times, «Francisco puede tener una natural simpatía por los
comunistas, porque para él éstos son los perseguidos. Él no los conoce como los
perseguidores en que se convierten una vez que alcanzan el poder, como los
comunistas en China». Precisamente de una incompleta comprensión de este
detalle se desprende el riesgo del deslizamiento de Argentina hacia un régimen
de matriz cubana o venezolana.
Y la «opción preferencial
por los pobres» encuentra la ocasión histórica que ofrece la pandemia: «¡Pobre
de la humanidad sin crisis! Toda
perfecta, toda ordenadita, toda almidonadita. Sería, pensémosla, una
humanidad así sería una humanidad enferma, muy enferma [...]. Esta pandemia nos recuerda
que es tiempo de eliminar las desigualdades, de reparar la injusticia
que mina de raíz la salud de toda la humanidad. Aprovechemos esta
prueba como una oportunidad para preparar el mañana de todos», dice
Bergoglio, cayendo en un lapsus colosal: aprovechar la pandemia para imponer el
bien que, indudablemente de buena fe, él ve en la redistribución, pero que en
realidad es un daño generalizado, porque la opción pobreza implica la
destrucción de la sociedad occidental, la disolución de sus estructuras
económicas y culturales, la cancelación de su identidad. Y a su vez, el gobierno argentino aprovecha la
pandemia como una oportunidad para destrozar industrias, para llevar a la
quiebra y después «recuperar» empresas, dando inicio así a la transformación
socialista y pauperista del país.
De los mensajes, personales pero que la prensa
parcialmente difundió, de Bergoglio a Fernández, aflora la antigua aspiración a
cambiar la sociedad, las relaciones sociales, el hombre mismo. La soldadura es
perfecta, sólida y casi invisible: no se podría pretender nada mejor para una
acción ideológica que, para no asustar a las cancillerías occidentales, quiera
mostrarse como una acción de justicia social en vez que como una revolución.
Pero el reciente giro expropiador corre el riesgo de ser el tropiezo que
rompe el engranaje. El temor de que empiecen cuestionando la propiedad privada,
prosigan aboliéndola y terminen colectivizando todo no es infundado.
Una conspicua parte de argentinos, liberales,
conservadores, pero también centristas o progresistas moderados, todos juntos
ya están reaccionando con determinación ante esos atropellos antidemocráticos e
inconstitucionales, con algún pequeño resultado como por ejemplo una frenada en
la confiscación directa, pero no tienen muchas prosibilidades de invertir una
tendencia general ya en curso, porque no disponen de recursos democráticos
suficientes para lograrlo (el gobierno acaba de ser electo y la mayoría
parlamentaria está de su lado) y porque otros recursos ya no forman parte del
horizonte histórico. Por lo tanto necesitan apoyos internacionales, concretos
pero también simbólicos.
Tal vez el Vaticano mismo podría darse cuenta del
riesgo y frenar esta corrida destructiva, aunque no parece una hipótesis que dé
mucha esperanza. Seguramente, sin
embargo, algunos gobiernos occidentales o al menos algunos partidos políticos
del Parlamento europeo o de parlamentos nacionales pueden tomar iniciativas
concretas, de manera pacífica, para hacer que la voz del liberalismo y de la
democracia sea escuchada por un gobierno claramente iliberal y tendencialmente
dictatorial. Europa, Occidente, el mundo libre, debería moverse de inmediato a
nivel institucional, por todos los medios legítimos, para evitar que en
Argentina se repita lo que ha pasado (y pasa) en Venezuela, para salvar a un
pueblo y no solo a una economía.
El mensaje va, en tal sentido, al centroderecha
italiano, para que con una moción parlamentaria encienda un reflector que
ilumine esa sombría zona austral en la que un gobierno neocomunista está
avasallando las libertades primarias, la propiedad privada, el patrimonio que
generaciones de empresarios, en gran parte justamente de origen italiano, han
producido con su trabajo y hecho fructificar para el crecimiento económico y
social de Argentina.
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