SINODO DE LA FAMILIA (Octubre 2015) –
+ Las audaces
tesis del Cardenal Kasper,
¿lograrán
alterar 2000 años de enseñanza infalible de la Iglesia y del propio
Evangelio?
+ Graves
interrogantes de la “pastoral de la tolerancia”
Lúcido análisis de un jurista salteño
Por gentileza del autor, ponemos a disposición de nuestros lectores el presente trabajo en su versión online y también en formato pdf ( solicítelo gratuitamente a bastiondelnorte@gmail.com )
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Cardenal Walter Kasper |
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Sínodo de Obispos |
José E. Durand Mendioroz
UN LAICO Y LA
PROPUESTA DE KASPER
El punto de vista de un abogado sobre la comunión a los divorciados
vueltos a casar
ÍNDICE
1. Prólogo: el punto de vista de un laico,
abogado (pág. 2)
2. El planteo del problema y el marco en el
que se debate (pág. 3)
3. El iter argumentativo y la respuesta de
Kasper (pág. 6)
4.
Análisis de las condiciones para recibir la comunión sacramental y su recepción
en la relatio postsinodal (pág. 14).
5.
Crítica a la propuesta de Kasper en sus aspectos sustanciales y formales, (pág.
25).
6. En torno a algunos argumentos de Kasper
(pág. 45)
7. Frente al Sínodo de la Familia de 2015 ¿objetivos
de máxima y de mínima? (pág. 54)
8. Epílogo en primera persona (pág. 55)
Apéndice: La epiqueya y el juicio prudencial
(pág. 58)
1. Prólogo: el punto de vista de un laico, abogado.
La publicación en español de El Evangelio de la Familia, del cardenal
Walter Kasper, por Editorial San Pablo, expone su pensamiento sobre la admisión
a la Eucaristía
a quienes habiendo contraído matrimonio sacramental y –subsistente dicho
vínculo– contraen nuevas nupcias civiles, materia que fuera objeto de especial
atención en el pasado Sínodo Extraordinario sobre la Familia de 2014,
proyectándose su debate hacia el próximo Sínodo en octubre de 2015.
Quien esto escribe es padre de familia,
abogado de oficio y profesor en Ciencias Jurídicas en el área de Fundamentos
del Derecho. Esta realidad personal, naturalmente, explica la perspectiva del
presente trabajo, en el entendimiento de que es pertinente un enfoque laical en
materia relacionada al matrimonio y donde además, al menos en forma analógica,
se implican conceptos referidos a la regulación de conductas, principios y
excepciones, fuentes y jerarquía normativa, tipos legales abiertos o cerrados,
antinomias, imputabilidad, responsabilidad, prudencia en la aplicación al caso,
epiqueya, equidad, entre otros.
Habiendo excelentes publicaciones
teológicas y pastorales sobre la materia, quien esto escribe recurre al
catecismo aprendido en una vida y en algunos puntos, al apoyo de autores
especializados, para no quedarse en la mera perspectiva del abogado y dotar al
presente trabajo de una síntesis, que es la de la visión de un laico
comprometido con los avatares de su Iglesia.
Desde allí se pretende aportar algunas
reflexiones suscitadas por la propuesta de un cardenal y renombrado teólogo.
Reflexiones que han sido alentadas por el propio autor comentado, quien reclama
la participación de los laicos, y enfatiza la necesidad de “tomar en serio” el sensus fidei de los fieles, “precisamente en el asunto que nos ocupa”.
De modo que agradece al cardenal Kasper el
estímulo intelectual que ha significado su obra, aclarando que si alguien
encuentra en las próximas líneas un estilo inusual en la literatura relativa a
cuestiones religiosas, ello es expresión de la forma mentis propia del abogado, sin mengua de la reverencia y el
respeto que merece la persona cuyas ideas son glosadas.
Parte de lo inusual consiste en el análisis
crítico minucioso de sus conceptos que, en general, son transcriptos
textualmente. Luego viene el control de sus fundamentos, la crítica al
argumento en sí, y la conclusión expresada con toda libertad. El cardenal
Kasper es un formidable abogado de su causa, que sostiene con pasión y tesón,
habiendo suscitado en quien esto escribe un entusiasmo equiparable, en el
sostenimiento de la continuidad de la actual disciplina de los sacramentos.
2.
El planteo del problema y el marco en el que se debate.
2.1.
Introducción a la pastoral de la tolerancia, de la clemencia y de la
indulgencia.
En el capítulo 5 titulado “El problema
de los divorciados vueltos a casar”, el autor comentado indica su método
discursivo: “Deseo plantear únicamente
preguntas, limitándome a indicar las direcciones de las respuestas posibles.
Dar una respuesta será tarea del Sínodo en sintonía con el Papa” (pág.37).
El cardenal Kasper proporciona una
aproximación al tema en tratamiento: “La Iglesia primitiva nos da una indicación que puede
servir (…)” (pág. 40). Allí “existía
(…) una pastoral de la tolerancia,
de la clemencia y de la indulgencia (…). Por lo tanto “(…) la Iglesia ha seguido buscando siempre una vía, más
allá del rigorismo y del laxismo, amparándose en la autoridad de atar y desatar
(…)” (pág. 41).
Conviene aclarar que la referida pastoral
de la tolerancia no era una práctica extendida en toda la Iglesia sino que habría
existido en lugares y momentos puntuales, desconociéndose si se desarrolló
alguna fundamentación teológica. Todo lo cual debe ser materia de mayores
profundizaciones. Lo cierto es que dichos antecedentes no tuvieron continuidad
en el tiempo. Por el contrario, la
Iglesia universal, bajo la guía del Vicario de Cristo, en
forma continua consideró que mientras se mantuviera una situación de adulterio,
los implicados no podían recibir la comunión sacramental.
Luego el cardenal continúa: “En el Credo profesamos: ‘Creo en el
perdón de los pecados’. Lo cual significa que, para quien se ha convertido, el
perdón es siempre posible. Si lo es para el asesino también lo es para el
adúltero. Por consiguiente la penitencia y el sacramento de la penitencia eran
el camino para unir estos dos aspectos: la obligación para con la Palabra del Señor y la
misericordia infinita de Dios.” (pág. 42).La vía de la conversión, que
desemboca en el sacramento de la penitencia sería para Kasper “el camino que podemos recorrer en la
cuestión que nos ocupa”.
2.2.
Supuestos fácticos que configuran la apertura.
El autor formula las condiciones que
debieran darse para justificar que una persona, con vínculo sacramental
vigente, que luego contrae una segunda unión civil, pueda acceder a la comunión
sacramental (pág.42):
“Si
un divorciado vuelto a casar: se arrepiente
de su fracaso en el primer
matrimonio; si ha cumplido con las obligaciones del primer matrimonio y ha
excluido definitivamente la vuelta atrás; si no puede abandonar, sin incurrir
en nuevas culpas, los compromisos asumidos con el nuevo matrimonio civil; si se esfuerza, sin embargo, por vivir del mejor modo posible su segundo
matrimonio a partir de la fe, y educar en ella a sus hijos; si siente deseo de los sacramentos como fuente de
fuerza en su situación; ¿debemos o podemos negarle, después de un tiempo de nueva orientación (metánoia),
el sacramento de la penitencia y, más tarde el de la comunión?” (Adviértase cómo el autor enfatiza las palabras en cursiva).
Es evidente –por el carácter retórico
de la pregunta y por el contexto en el que se formula– que el autor induce a
pensar que no se le podría denegar ninguno de dichos sacramentos. Pues,
prosigue preguntándose, si le negáramos la absolución, “¿sería este el comportamiento del Buen
Pastor y del samaritano misericordioso?” (pág. 55).
Una vía para pocos. Kasper afirma entonces: “Esta posible vía, no sería una solución
general. No es el camino fácil de la gran mayoría, sino la senda estrecha de la
parte probablemente más reducida de los divorciados y vueltos a casar que está
sinceramente interesada en los sacramentos.” (págs. 42-43) lo que supondría
para la Iglesia
tratar cada caso en particular con “discretio,
discernimiento espiritual, sabiduría y sensatez pastoral.”
2.3.
El compromiso por el cambio y el contexto del Sínodo.
El autor manifiesta que, ante lo que
considera una gran expectativa suscitada en la Iglesia, “(…) si nos limitamos a repetir las
respuestas que supuestamente han sido dadas (…) se produciría una tremenda
decepción. (…) No podemos dejarnos guiar por una hermenéutica del miedo. Hacen
falta coraje y sobre todo, libertad (parresía) bíblica. Si no lo queremos así
entonces tal vez no deberíamos celebrar ningún Sínodo sobre este tema, porque
en tal caso la situación subsiguiente sería peor que la anterior. (…)
deberíamos dejar al menos un resquicio para la esperanza y las expectativas de
las personas y ofrecer al menos algún indicio de que también por nuestra parte
nos tomamos en serio las esperanzas, las peticiones y los sufrimientos de
tantos cristianos serios” (pág. 56).
Uno no puede evitar preguntarse aquí si
en la Iglesia
universal realmente existe una gran expectativa por el problema puntual que
plantea Kasper (que paradójicamente desembocaría en una “vía para pocos”) o si
se trata de inquietudes propias de determinadas comunidades de Europa
Occidental donde efectivamente pudiera existir una preocupación al respecto.
Por lo pronto, el autor glosado no ofrece ningún dato capaz de sustentar esta
idea de la “gran expectativa”.
No sería aventurado afirmar, en cambio, que
existen otros temas prioritarios a lo largo y a lo ancho del mundo con relación
a la familia. Por lo pronto, tampoco puede aceptarse a priori la afirmación de
que la falta de soluciones y de respuestas (en el sentido esperado por los
expectantes) causaría una “tremenda decepción”.
La justificación del Sínodo sólo se
daría, en las palabras de Kasper, si (no) nos limitamos a “repetir las respuestas
que supuestamente han sido dadas”. Más aún, si así se hiciera, el Sínodo
sería en realidad contraproducente porque “la
situación subsiguiente sería peor que la anterior”. Entonces, la existencia
de otros temas prioritarios relacionados con el matrimonio y la familia,
inmersos en tremendos desafíos que hoy le plantea la cultura, ¿no justificarían
la realización del Sínodo? ¿El problema de la comunión de los divorciados es el
más acuciante que vive la familia cristiana?
Si se tiene presente que, con relación
al problema de los “divorciados vueltos a casar”, la Iglesia romana no ha
cambiado su respuesta en dos mil años, resulta francamente conmocionante la
afirmación de Kasper en orden a que la repetición de las respuestas que se han
venido dando (real y no supuestamente) en esta materia, ocasionaría no sólo una
decepción sino el empeoramiento de la situación.
Obsérvese la fuerza retórica del
planteo: contrario sensu, quienes
considerasen el criterio pastoral hoy vigente como coherente con el Evangelio y
en beneficio del hermano que peca, ¿estarían dejándose guiar por la
hermenéutica del miedo? ¿Carecerían de coraje y libertad (parresía)? ¿Serían culpables de ocasionar una tremenda decepción “a
los que sufren y piden ayuda”? –Más aún– de causar el empeoramiento de la
situación sobreviniente. ¿Estarían tomando a la ligera las esperanzas, las
peticiones y los sufrimientos de tantos cristianos serios?
¿No cabe para el autor plantearse
–aunque fuere en el terreno de lo especulativo– la posibilidad de que la
auténtica pastoral de la misericordia para el que sufre y pide ayuda es la que
viene sosteniendo la Iglesia
desde su origen hasta la actualidad?
3.
El iter argumentativo y la respuesta de Kasper.
3.1.
Una constatación fundamental: el abismo entre doctrina y convicciones vividas.
Tras señalarse precedentemente los términos
de la propuesta de Kasper, se verán a continuación algunos de sus fundamentos.
El autor plantea con acierto que “se ha
abierto un abismo entre la doctrina de la Iglesia sobre el
matrimonio y la familia y las convicciones
vividas por muchos cristianos” (pág. 8).
Tras referirse a las condiciones
objetivamente adversas en que se desenvuelve la vida de muchas familias, proclama
que El Evangelio de la familia (tal
el título de la obra que se analiza) no
quiere ser una carga (pág. 9).
Kasper constata con razón: “Muchas personas están bautizadas pero no
evangelizadas (…) son catecúmenos bautizados, cuando no directamente paganos
bautizados” (pág. 10). Por cierto el problema señalado excede ampliamente
la cuestión del matrimonio y la familia, aunque lo incluye.
Ahora bien, ¿con la palabra “abismo” (entre
doctrina y convicciones vividas) el autor se refiere a un obstáculo absolutamente
infranqueable? Debería descartarse a priori esta interpretación porque sería
incompatible con la propia misión evangelizadora de la Iglesia. Porque la
realidad histórica de un abismo entre doctrina y las convicciones (de muchos
bautizados) a que Kasper hace referencia, es análoga a la que se da en tierras
de misión, o en sociedades donde el cristianismo es ignorado o perseguido. Los
misioneros, o los testigos de Cristo, se encuentran frecuentemente ante este
“abismo” entre el Evangelio y las creencias sociales preponderantes, que lleva
a quienes no conocen a Cristo a una vida de esclavitud en el error. Análoga
reflexión cabe para de quienes son “paganos bautizados” en una sociedad
descristianizada.
“Si
permanecéis en mi palabra, sois verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la
verdad y la verdad os hará libre (Jn 8, 31-32).
3.2.
Necesidad de tomar una perspectiva más amplia.
Destaca el autor la necesidad de un cambio
de paradigma y de considerar la situación de los civilmente divorciados
y que ahora están en una segunda unión desde la perspectiva de quien sufre y
pide ayuda.
El problema, no obstante, “no puede reducirse a… la admisión en la
comunión” de estos hermanos (pág. 35) “sino
que concierne a toda la pastoral matrimonial y familiar…” y por ello debe
abarcar a juicio del autor:
a)
La preparación
al matrimonio (para lo que propone proporcionar a los futuros contrayentes una
“muy cuidada catequesis”);
b)
El acompañamiento pastoral a los matrimonios y familias;
c)
Ante la crisis
matrimonial, procurar la curación y
la reconciliación;
d) Ante la ruptura de la unidad
matrimonial, procurar cercanía y participación en la vida de la Iglesia (supuesto en
el que debería incluirse a los civilmente divorciados y que luego contraen una
segunda unión).
No puede dejarse de coincidir con esta
amplitud de miras, más allá de que no sea ello una originalidad. Dicha amplitud
es objetivamente necesaria y el empeño evangelizador, en consecuencia, debería
abarcar todo el devenir de la vida de la familia, con el complemento de una
educación católica comprometida.
En este contexto cabe preguntarse si el
propio autor no asigna una trascendencia desproporcionada a la cuestión de los
divorciados vueltos a casar que, en definitiva, desembocaría en una “vía para pocos”,
postergando el tratamiento de cuestiones más graves y urgentes. Es cierto que
cada alma ha valido la Pasión
de Cristo. Ahora bien ¿se ayudaría realmente mediante la pastoral de la
tolerancia “(…) a esas personas que
sufren y piden ayuda mediante la asistencia de los sacramentos”? Pues bien,
justamente lo que hay que dilucidar es si el cambio pastoral propiciado
verdaderamente serviría de ayuda desde el punto de vista sobrenatural a las
almas de los hermanos que viven en una situación objetiva de adulterio.
Si bien el autor –por cierto– reconoce el
heroísmo de los cónyuges abandonados que permanecen solos,
luego expresa que “muchos cónyuges abandonados dependen por el bien de los hijos,
de una nueva relación y de un matrimonio civil al que no pueden renunciar sin
cargar con nuevas culpas.” (pág. 36).
Cabe acotar que la cualificación de
heroicidad puede estar sugiriendo in
limine que la decisión de no formar una nueva pareja es propia de una
minoría con especialísimas condiciones personales, que la generalidad no posee.
Podría formularse con carácter de hipótesis, que en esta apreciación se estaría
introduciendo un criterio propio de la “moral social promedio”, la que se aleja
considerablemente del llamado universal a la santidad.
3.3. Las palabras
de Jesús y un problema ¿relativamente reciente?
En referencia a los casos en que se
configuraría esta “vía para pocos” Kasper se pregunta: “¿Qué puede hacer la Iglesia en tales
situaciones?”. El autor responde: “No
puede proponer una solución diferente o contraria a las palabras de Jesús. La
indisolubilidad de un matrimonio sacramental y la imposibilidad de un nuevo
matrimonio durante la vida del otro cónyuge forman parte de la tradición de fe vinculante de la Iglesia, que no puede abandonarse o disolverse remitiéndose
a una comprensión superficial de la misericordia a bajo precio. (…) Misericordia y fidelidad van unidas.”
(pág. 36).
Cabe acotar que entre los fieles católicos,
lo anterior debe ser el principio inamovible de todo razonamiento ulterior en
la materia. Se pregunta a continuación Kasper: “¿Cómo puede la Iglesia
responder a este binomio inescindible de fidelidad y misericordia de Dios en su acción pastoral respecto de los
divorciados vueltos a casar civilmente?”
Pues el más elemental “sensus communis” (sentido común) de cualquiera respondería: “De
alguna manera que cumpla con lo que el Señor quiere”. Es decir que no implique
el “abandono” o la “disolución” en la vida real del cumplimiento del precepto
de Cristo: en su faz positiva, la fidelidad al vínculo y en su aspecto
negativo, la prohibición del adulterio.
Pero Kasper, tras el interrogante
transcripto, no se aplica a su respuesta sino que acto continuo emprende un
rodeo formulando una muy controversial apreciación histórica: “Se trata de un problema relativamente
reciente que no existía en el pasado (…) sólo existe desde la introducción del
matrimonio civil mediante el Código Civil de Napoleón (1804) y su progresiva
implantación (…)”. Para referirse de inmediato a las duras sanciones que el
Derecho Canónico en un pasado no tan lejano asignaba a los que contraían una
nueva unión civil en tanto subsistía el vínculo sacramental. Es decir, el autor
no explica por qué considera que el problema no existía antes de la
promulgación del “Code”.
3.4. Un problema
de siempre: la degradación del matrimonio por el pecado.
Conviene hacer algunas acotaciones a lo
anterior antes de pasar a considerar las respuestas de Kasper a las dos
situaciones paradigmáticas que éste analiza.
El problema no es “relativamente reciente”,
ni siquiera en su masividad, sino que existe desde el pecado original de una
manera y desde la fundación de la
Iglesia, con sus propias connotaciones. Porque es un problema
intrínseco a la existencia humana. El propio Kasper cree encontrar en la Iglesia primitiva la
superación entre “rigorismo y laxitud” en esta materia, lo cual implica
reconocer que el problema existía desde los orígenes.
El matrimonio es de institución divina
(cfr. Génesis cap. 1 y 2) y, como está relacionado con la consecución de bienes
esenciales del hombre, siendo ello asequible a la razón, también es una
institución de derecho natural anterior a toda legislación civil. La
legislación mosaica autorizó a dar libelo de repudio, atendiendo a la “dureza
de los corazones”. Pero el Salvador restauró de raíz el matrimonio remitiéndose
a la Voluntad
divina original que incluía la indisolubilidad, haciéndolo Sacramento y
otorgándole al vínculo matrimonial la inherencia y la indisolubilidad de Su
unión con la Iglesia.
El evangelio del matrimonio sacramental
instituido por el Señor se encontró desde un primer momento inmerso en una
sociedad con poderosas estructuras de pecado que lo confrontaban. Circunstancia
esta que sería válido asimilar a la actual situación de crisis del matrimonio y
de la familia de muchísimos en sociedades material o formalmente paganas,
dominadas por ideologías y/o creencias religiosas antagónicas.
En tanto que si se hace referencia a la
sociedad europeo-americana “descristianizada” por el laicismo de la modernidad
y el relativismo hodierno (que han asumido no pocas veces actitudes
totalitarias), efectivamente puede advertirse que luego de la Revolución francesa y
de su epígono jurídico, el Código Napoleón, se viene dando una continua
degradación de las condiciones legales y culturales que enmarcan la realidad
existencial de la familia.
La facilidad con que la ley civil concede
la disolución del vínculo matrimonial, la desprotección del cónyuge más débil y
de los hijos, así como la desnaturalización del concepto mismo de matrimonio
mediante su asimilación a la unión de personas del mismo sexo, no han hecho
sino desprestigiar la institución civil, y tornarla en la práctica en algunos
sistemas como inferior al concubinato, motivo por el cual muchos cristianos se
están planteando la inutilidad de la celebración de lo que en definitiva
resulta ser un contrato de notable precariedad.
Pero el hecho incontestable, en definitiva,
es que en la presente realidad cultural se verifica, efectivamente, un “abismo”
entre la doctrina y las convicciones de muchísimos bautizados a medio
catequizar y hasta materialmente paganos. En ello no solamente inciden las
señaladas tendencias antievangélicas sino también la tibieza y falta de
compromiso de los católicos. Cuando la Iglesia, con amor de Madre y Maestra, proclama en
este tiempo la necesidad de un Nueva Evangelización ¿no se refiere precisamente
a la dirección que hay que transitar ante este fenómeno?
3.5. La respuesta
de Kasper ante dos situaciones paradigmáticas.
Ante el interrogante que formula de “¿Cómo puede la Iglesia responder a este
binomio inescindible de fidelidad y misericordia
de Dios en su acción pastoral respecto de los divorciados vueltos a
casar civilmente?”, Kasper responde: “No puede
haber una solución general para todos los casos”. Si bien a su criterio
debiera haber una “solución” en casos puntuales, “la respuesta sólo puede ser diferenciada” (pág. 37). Cada fiel debería encontrarla
encomendándose al discernimiento espiritual y a la cercanía pastoral.
El autor acota: “Me limito a dos situaciones (…)”, tras lo cual indica aquello de “Deseo plantear únicamente preguntas (…)”.
“Primera
situación. (…) algunos divorciados y vueltos a
casar están subjetivamente seguros en
conciencia de que su matrimonio anterior, irreparablemente destruido, nunca habría sido válido (Familiaris consortio
84, pág. 37)”. Convencimiento –cabe coincidir– que suelen compartir los
pastores de almas, de acuerdo a la experiencia común. Sigue: “¿Podemos en la situación actual dar por supuesto que los esposos
comparten la fe en el misterio definido por el sacramento y
comprenden y aceptan realmente las condiciones canónicas para la validez de su
matrimonio? La praesumptio iuris (presunción de derecho) de la que parte el derecho canónico, ¿no
es, quizás, muchas veces una fictio
iuris?” (“ficción de derecho”, pág. 38).
Estas preguntas merecen algunas
acotaciones: resulta un hecho ampliamente aceptado que muchísimos bautizados
contraen matrimonio sacramental a veces con una pobrísima noción, por no decir
nula, de lo que están haciendo, y por lo general sin “una muy cuidada
catequesis”. Lo que da a pensar, en consecuencia, que muchas de esas uniones no
serían matrimonios reales sino que estarían viciados de nulidad en su origen.
Dentro de la pastoral del matrimonio y de
la familia debiera ponerse especial énfasis en la catequesis de la preparación
al matrimonio, que debiera ser “muy
cuidada”, en palabras del propio Kasper. Con ello se solucionaría dentro de
la más estricta ortodoxia es decir, dentro de la más exquisita caridad
evangélica, una buena parte del problema. Sin embargo, no se advierte (a juicio
de quien esto escribe) que la energía se dirija a proveer a esta solución.
¿Quedará entonces el grave defecto señalado como el mero reconocimiento de una
carencia? ¿Quedará la reiteradamente reconocida necesidad de mejorar la
preparación al matrimonio como expresión de deseos?
Continúa Kasper refiriéndose al proceso
eclesiástico de nulidad matrimonial: “(…) ¿Es verdaderamente posible decidir si
una persona ha actuado bien o mal en segunda y tercera instancia únicamente a
partir de unas actas, es decir, de unos papeles, pero sin conocer la persona y
su situación? (…) Sería erróneo buscar la solución del problema exclusivamente
en una generosa ampliación del proceso de nulidad matrimonial” (pág. 39).
El cuestionamiento que hace Kasper a las
limitaciones del proceso de nulidad matrimonial (decidir…en base a papeles),
alcanza al supuestamente estricto régimen actual. Lógicamente, una “generosa
ampliación” del mismo mantendría tales defectos. Pero hay una razón importante,
a juicio del autor, para descartar la conveniencia de tal ampliación, pues con
ella “(…) se crearía la peligrosa
impresión de que la Iglesia
procede de un modo deshonesto al conceder dicha nulidad en casos en los que se
trata en realidad de auténticos divorcios” (pág. 39).
Pero entonces ¿es que no se puede pensar en
una mejora cualitativa del procedimiento de nulidad, donde no se decida sólo en
base “a papeles”? ¿No se puede mejorar sustancialmente su accesibilidad,
inclusive con relación a los aspectos económicos implicados, en el espíritu que
ha puesto de manifiesto recientemente el Romano Pontífice a los magistrados de la Rota Romana? ¿No se
resolvería así otra buena parte del problema sin faltar a la ortodoxia ni a la
caridad?
Aquellos que se casaron sólo en apariencia
pero no realmente (el supuesto de nulidad) en rigor no necesitan la pastoral de
la tolerancia, sino la información y el acompañamiento adecuados y la puesta a
disposición de los medios idóneos para poder acceder al proceso de nulidad y
quedar así formalmente liberados del (aparente) compromiso matrimonial.
¿Cuántos hermanos se encuentran en esta situación y no lo saben? ¿Cuántos
carecen de la información ¡y de la catequesis! más elemental al respecto?
¿Cuántos carecen de los medios y de la accesibilidad al proceso canónico?
Segunda situación.
“(…) matrimonio rato y consumado entre
bautizados, donde la comunión de vida matrimonial se ha roto irremediablemente,
y uno o ambos cónyuges han contraído un
segundo matrimonio civil” (pág. 39).
Se trata indudablemente de un matrimonio
sacramental válido y por ende, indisoluble. Esta, a juicio de Kasper es una
situación “bastante más difícil”. Y es a ella que el autor dirige sus
afanes en pos de una respuesta y de lo que considera una solución.
Con lo expuesto hasta aquí, se podría
sintetizar así la respuesta de Kasper: “Sin contradecir el principio evangélico
de la indisolubilidad del vínculo y el carácter adulterino de la nueva unión,
ni habilitar deshonestamente el divorcio a través del proceso de nulidad; sin
desistir de la nueva unión civil, dadas determinadas condiciones, tras un
período de penitencia, bajo discernimiento pastoral, se podría acceder al
sacramento de la Penitencia
y luego, al de la
Eucaristía.
Corresponde analizar, en primer lugar,
dichas condiciones, y luego verificar si es posible hacerlo sin contradecir el
precepto evangélico. Kasper vierte las siguientes argumentaciones a
continuación:
- Si las personas en situación de adulterio
pueden recibir la comunión espiritual, “¿por qué no pueden recibir también la comunión sacramental?”. Si los “(…) remitimos a la vía de la
salvación extrasacramental, ¿no ponemos tal vez en entredicho la fundamental estructura sacramental de la Iglesia? Preguntándose aún: “¿Para qué sirven entonces la Iglesia y sus
sacramentos?”.
- Sugiere que se podría estar
instrumentalizando a la “persona que
sufre y pide ayuda” al constituirla como un “signo de advertencia para los demás” (pág. 40).
- La referencia a la Iglesia primitiva donde
habría existido al respecto a su juicio “una
pastoral de la tolerancia, de la
clemencia y de la indulgencia...”.Una pastoral comprometida con un fino
discernimiento espiritual.
- Luego acude al Credo (pág. 42): “(…) para quien se ha convertido el perdón
es siempre posible. Si lo es para el asesino, también lo es para el adúltero…”.
Sobre estos planteos se volverá luego.
4. Análisis de las
condiciones para recibir la comunión sacramental y su recepción en la relatio
postsinodal.
Se analizarán aquí los contenidos de las
“condiciones” que para Kasper serían habilitantes de la comunión sacramental
para las personas divorciadas en segunda unión civil, a fin de apreciar en
primer lugar si tales condiciones están bien definidas. Se analizará luego
(4.2.) la recepción que las tesis del cardenal Kasper han tenido en el pasado
Sínodo Extraordinario sobre la
Familia, conforme surge de la Relatio
postsinodal.
4.1. Exposición
textual y glosa de las condiciones.
“Si un divorciado vuelto a casar”…
Convendría hacer una precisión
terminológica a fin de evitar que con el fenómeno conocido como “deslizamiento
del sentido” de las palabras pudieran verse afectados sus significados reales.
La primera condición fáctica transcripta,
que proporciona nada menos que el sujeto de toda la construcción argumental, es
notablemente imprecisa, porque hace referencia a dos realidades del ámbito
civil, en tanto que, en lo que aquí interesa (lo religioso) ni existe divorcio
ni “vuelta a casar” habilitada por aquel. La formulación debería utilizar
términos apropiados. Porque si un “divorciado” no hubiese contraído nunca
matrimonio sacramental, no interesaría en la materia en análisis.
Además no debería facilitarse una
equiparación, aún inconsciente, del matrimonio civil al sacramental, ni por su
naturaleza y efectos claramente diferenciados, ni por la precariedad
institucional a la que devino este último. Si bien aquí la palabra “matrimonio”
a secas no puede sino corresponder al sacramental, es tal la contaminación del
lenguaje que para mayor claridad en estas glosas se hablará de matrimonio
sacramental y asimismo, de matrimonio civil o nueva unión civil.
Debería pues reformularse como sigue
esta condición que determina el ámbito personal de aplicación de lo que, como
se verá, quiere ser una norma. Si bien se pierde algo concisión, se evita algo
peor, que es la confusión:
“Si quien
está vinculado por matrimonio sacramental, se casa civilmente con otra persona”…
“1)
se arrepiente
de su fracaso en el primer
matrimonio;”
Siguiendo con la inquietud anterior,
cabe precisar que no hay en este caso un “primer” matrimonio; sino un “único
matrimonio” sacramental. El “segundo” no tiene una mera diferencia ordinal,
sino esencial: hay un único matrimonio religioso que subsiste en vida de los
cónyuges, en tanto que en el ámbito civil la secuencia es matrimonio, divorcio,
nuevas nupcias.
La condición transcripta es más amplia
que la que diera Kasper en su exposición inicial (cónyuge “abandonado” sin
culpa). Porque si se tratara de un inocente, ¿de qué debería arrepentirse con
relación a la separación? Esta condición, entonces, describe el caso
seguramente más frecuente de culpas compartidas; ¿alcanzaría también al cónyuge
“responsable único” de la ruptura de la convivencia? Ahora bien, ¿en qué
consistiría la reparación de la falta para que se configure cabalmente el
arrepentimiento?
Por otra parte, ¿se limitaría el
criterio de tolerancia pastoral a una sola oportunidad? ¿Qué respuesta se daría
cuando una persona que sufre y pide ayuda “se convierte” o quiere convertirse,
en una tercera o ulterior unión civil?
“2) si ha cumplido con las obligaciones del primer
matrimonio y ha excluido definitivamente la vuelta atrás;”
La primera parte de esta condición hace
referencia al que no es culpable del fracaso del matrimonio sacramental
(supuesto del cónyuge inocente). Porque si hubiese cumplido cabalmente sus
obligaciones no podría ser corresponsable del fracaso matrimonial. En tal
interpretación ¿los cónyuges con culpas compartidas en la separación o el
culpable único quedarían in limine fuera
de la pastoral de la tolerancia? Puede advertirse así una contradicción entre
la primera y la segunda condición, ya que aquella parece comprender a quienes
tienen de qué arrepentirse y esta, a quienes han cumplido con sus obligaciones.
¿O bien la condición se refiere al
incumplimiento de obligaciones subsistentes del matrimonio sacramental, ya
producida la separación? Como por ejemplo, haber dejado al cónyuge en la
indigencia (la víctima habitual es la mujer que postergó su propia seguridad
económica por la crianza de los hijos); o el comportamiento de negligencia o
abandono del progenitor ante las necesidades materiales, afectivas y
espirituales de los hijos del matrimonio sacramental. No son temas menores para
quedar en la indefinición.
Aquí se da un ejemplo de deslizamiento de
sentido: en la referencia a cumplir las obligaciones del “primer matrimonio”,
daría la impresión que hay obligaciones equivalentes entre el “primer” y el “segundo”
matrimonio; pero si se hiciera referencia a cumplir con las obligaciones de un
(único y vigente) matrimonio sacramental, surge que la principal obligación
positiva subsistente es la de fidelidad, y consecuentemente, la prohibición del
adulterio.
Con relación a la exclusión de la
“vuelta atrás”, cabe advertir que se trata de una disposición del fuero
interno, de imposible verificación. Ahora bien, cuando uno de los cónyuges del
matrimonio sacramental no ha excluido en el fuero interno la posibilidad de la
reconciliación; es más, reza y espera que dicha reconciliación se produzca; no
obstante, el otro cónyuge en forma unilateral mediante su subjetiva exclusión
de la “vuelta atrás” ¿quedaría habilitado para el acceso a la pastoral de la
tolerancia? ¿Carecería de incidencia en la configuración de la condición en
análisis la santa intención de tantas mujeres (quien esto escribe no conoce más
que casos de mujeres) que mantienen su compromiso matrimonial? ¡Inclusive hasta
el final! ayudando a bien morir al cónyuge culpable de abandono.
2)
bis: “Si siendo
inocente de la separación depende por el bien de los hijos de una nueva
relación y de un matrimonio civil. En este número se incluye la
situación fáctica señalada por Kasper en otro lugar (pág. 36).
Los términos utilizados, “dependencia”,
“por el bien de los hijos” tienen fuertes connotaciones capaces de provocar el
deslizamiento de sentido. La “dependencia” ¿estaría refiriéndose a una
constricción moral o material de tal envergadura, que anularía la libertad de
la persona? ¿En base a qué criterio objetivo se definiría esta “dependencia”
para configurar la condición? Finalmente, ¿existe para el autor una diferencia
cualitativa en orden a que la “nueva relación” se formalice mediante el
matrimonio civil?
Si bien la permanencia en soledad es
–objetivamente– una situación de carencia, esta puede superarse en contextos
ajenos al de la formación de una nueva pareja, fundamentalmente mediante el
auxilio de la familia y de la fraternidad cristiana. Lo que pide la moral
católica es no incurrir en situación de adulterio, no pide específicamente
permanecer “solos”.
Luego ¿cómo se definiría “el bien de los
hijos” para cumplir esta parte de la condición? En la cualificación de “bien”
para los hijos, siendo que el presente debate se da en el seno de la Iglesia, es indudable que deberían tenerse en cuenta
solamente los criterios de la moral católica, como por ejemplo, que la
salvación es el mayor bien posible, y que es superlativamente bueno dar el
ejemplo a los hijos de llevar una vida en gracia en circunstancias difíciles.
Ahora bien, por los mismos términos en que se plantea esta condición, ¿se
estaría sugiriendo que podría haber bienes equiparables o superiores a los
nombrados? como por ejemplo, los afectos en el seno de la nueva situación
familiar, la estabilidad económica y social, etc.
Seguramente para la moral “promedio” de
Occidente (utilizando un criterio “sociológico”) los últimos bienes mencionados
desplazarían a los anteriores. Sin desconocer la importancia de estos, cabe
concluir en la necesidad de definir claramente en el debate de la admisión a la Eucaristía, cuál es el
sistema moral que se aplica como premisa del juicio prudencial, caso contrario
el contenido de esta condición será definido en cada caso con criterios
absolutamente subjetivos.
Por experiencia común se conoce que no
pocos separados acuden a una nueva unión civil por motivos “de realización
personal”, egoístas en mayor o menor medida, en la que el bien de los hijos
habidos en el matrimonio sacramental no ha sido ni de cerca lo determinante de
la decisión. Lo cierto es que más allá de las intenciones, en la mayor parte de
los casos, los hijos del matrimonio viven como una tragedia la separación de
los padres, convirtiéndose muchas veces en “huérfanos del divorcio” y
exponiéndose a carencias de todo tipo que se proyectan hacia el resto de sus
vidas.
Sin perjuicio de que la pastoral de la
familia debiera priorizar todo lo bueno que tiene el matrimonio vivido
cristianamente aún en medio de las dificultades, también debería reconvenir
fuertemente la conducta de los católicos que consideran la separación como “una
opción posible”, disponible dentro de un menú de posibilidades; exhortándolos a
hacer mucho más que lo humanamente posible para honrar el vínculo. La clemencia
y la indulgencia deberían aplicarse prioritariamente a evitar los “huérfanos
del divorcio”.
Porque
nunca será suficientemente enfatizado que el bien de los hijos en la inmensa
mayoría de los casos, pasa por la normalmente ardua (y a veces heroica)
fidelidad de sus padres al vínculo. Los supuestos en que la separación es verdaderamente necesaria “por el
bien de los hijos” son, pues, reales pero minoritarios.
En definitiva, lo más frecuente es que “el
bien de los hijos” –habidos en el matrimonio sacramental–no haya sido la
motivación al principio de la nueva relación que desemboca en la segunda unión
civil. Con lo cual la condición de “casarse
por el bien de los hijos” apelando a los criterios relativos de la moral
promedio, prácticamente se verificaría en casos excepcionalísimos.
Porque en el ámbito de la moral católica
ningún bien relativo puede compararse con la vida de gracia, sin mencionar dos
axiomas de la moral católica, como son “no se puede hacer un mal para conseguir
un bien” y “el fin no justifica los medios”.
“3)
si no puede abandonar, sin incurrir en nuevas
culpas, los compromisos asumidos con el nuevo matrimonio civil;”
Resulta complicada la inteligencia de
esta condición: “incurrir en nuevas culpas”, ¿Cómo se configurarían estas?
¿Puede la conducta de “permanecer en la relación adulterina” ser inmoral y la
contraria, la de “discontinuar la
relación adulterina” también? ¡El universo de la Fe no podría ser tan incoherente! Quizás la
dirección de la respuesta sea que una culpa se da dentro del sistema moral de
la doctrina católica y la otra se da dentro de lo que se podría denominar “la
moral promedio”. Lo que se daría, entonces, es un choque de creencias morales
distintas.
Ahora bien, ¿a qué compromisos hace
referencia esta condición? Sin duda existen compromisos de naturaleza jurídica
asumidos en la unión civil esencialmente precarios, visto la facilidad de
disolución del vínculo. Pero también existen compromisos morales originados en
la segunda unión civil. Sin duda el más importante es el amor debido a los
hijos habidos en la segunda unión. En algunos casos podría plantearse un
conflicto moral, pero para su resolución, que la tiene, debería definirse qué
sistema moral proveerá las respuestas.
Cabe preguntarse si para la
operatividad de la pastoral de la clemencia sería requisito sine
qua non la celebración de un matrimonio civil, ¿no la habilitaría una
unión de hecho?
“4) si se
esfuerza, sin embargo, por vivir del
mejor modo posible su segundo matrimonio a partir de la fe, y educar en
ella a sus hijos;”
Ya se
dijo más arriba que es impreciso hablar de “primer matrimonio” Por lo tanto
también lo es referirse a un “segundo matrimonio”. Es, en todo caso, una nueva
unión civil. Esta condición parte de la base de que “no es posible”
discontinuar la convivencia del nuevo matrimonio civil (pendiente el vínculo
sacramental) lo que ya fuera tratado en el número precedente.
Nuevamente se está ante supuestos de muy
difícil comprobación objetiva e imposible armonización doctrinaria. ¿En qué
consiste “el mejor modo posible” de vivir las exigencias de la fe cuando esta
virtud teologal resultaría fraccionada? Es decir, en parte se sigue la
exigencia de la Fe
(educar cristianamente a los hijos) y en parte se la deja de lado (cometer
adulterio y dar un mal ejemplo a esos hijos). Porque debe asumirse que el mejor
modo “posible” llevaría siempre implícito –para la pastoral de la tolerancia–
el no discontinuar la situación de adulterio.
¿Sería requisito de esta condición la
existencia de hijos? Ya sea del matrimonio sacramental o de la segunda unión.
¿Cuál sería la pastoral en el supuesto de inexistencia de hijos? Y esto
aplicado al matrimonio sacramental, o a la nueva unión civil, o en el caso de
ambos supuestos.
“5)
si siente deseo de los sacramentos como fuente de fuerza
en su situación;”
Nuevamente se está ante una cuestión
del fuero interno. El deseo es la apetencia humana por algo susceptible de
disfrute. La satisfacción de un deseo se traduce siempre en un estado de
bienestar, en una “consolación” (en el lenguaje de los místicos). Pero la Presencia real no es un
bien útil o instrumental, cuya razón de ser y finalidad sea llevar bienestar o
consolación a quien la posee. La
Eucaristía es un bien en sí mismo, es el Sumo Bien y el Sumo
Don. Por ello es objeto de adoración y de devoción.
Es procedente plantear aquí, que la recta
perspectiva de abordaje de la cuestión es la de Jesús Sacramentado. El Señor en
las especies eucarísticas ha querido hacerse Presencia y Alimento sobrenatural.
El goce, la consolación de comulgar, no hacen a la esencia del Sacramento, sino
que es un don “adicional” del Señor para con la afectividad de quien lo recibe.
La alegría de la comunión sacramental es la consecuencia natural para el alma
de quien se alimenta con el Cuerpo de Cristo en las debidas condiciones. Es importante entonces no mediatizar la Eucaristía, no
rebajarla a un mero bien instrumental, para pasar un mal momento, o como dice
la condición “como fuente de fuerza en su situación”.
¿Pueden
acaso servir los sacramentos como fuente de fuerza para mantener aquella situación que está calificada
por el adulterio? ¿No resulta esto una contradictio in
terminis? La comunión sacramental, ¿le daría fuerzas al hermano que
vive en adulterio para dolerse más conscientemente, más profundamente, más
permanentemente de sus faltas en el matrimonio, así como de su actual situación
existencial de pecado, sin siquiera plantearse una verdadera conversión? ¿No
resultaría esto (con perdón de la expresión) una especie de “sadismo”?
¡Justamente cuando el arrepentimiento y el perdón sacramental debieran llevar
al pecador a la paz y la alegría propias del que ha sido sanado y reconciliado
en Cristo!
¿Las
condiciones son enunciativas o taxativas? Ahora bien, observando el conjunto de las
condiciones ya glosadas, ¿la pastoral de la tolerancia requiere que se
verifiquen todas juntas? ¿Existen condiciones esenciales y otras aleatorias?
En
conclusión, dadas estas
condiciones, se plantea Kasper: ¿Debemos o podemos negarle, después de un
tiempo de nueva orientación (metánoia),
el sacramento de la penitencia y, más tarde el de la comunión?”. Notoriamente
el autor induce a pensar que no se le debería ni podría negar.
4.2.
La recepción en la Relatio
postsinodal de la propuesta de Kasper.
Es de fácil constatación que la Relación (Relatio) del pasado Sínodo
Extraordinario sobre la familia ha dado generosa cabida a las tesis del
cardenal Kasper, quien ha dispuesto del tiempo suficiente para la lectura de El Evangelio de la Familia en el aula
sinodal en pleno.
Se transcribe el N° 52: “Se ha reflexionado sobre la posibilidad de que los divorciados vueltos a casar accedan a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Varios
padres sinodales han insistido a favor de la disciplina actual debido a la
relación constitutiva entre la
participación en la
Eucaristía y la comunión con la Iglesia y su enseñanza sobre el matrimonio
indisoluble. Otros se han expresado
a favor de una recepción no
generalizada a la mesa eucarística, en
algunas situaciones especiales y bajo
condiciones bien precisas, sobre todo cuando se trata de casos irreversibles y relacionados con
obligaciones morales para con sus hijos
que padecerían de lo contrario sufrimientos injustos. El eventual acceso a los sacramentos
debería ir precedido de un camino
penitencial bajo la responsabilidad del Obispo diocesano. Sigue siendo profundizada la cuestión, teniendo bien presente la distinción
entre la situación objetiva de pecado y
las circunstancias atenuantes, ya que “la imputabilidad o la responsabilidad de una acción
pueden disminuir o incluso desaparecer
por diversos ‘factores psicológicos o sociales’ ” (Catecismo de la Iglesia Católica, N°1735).
No se realizará aquí una exégesis de
este punto de la Relatio, sino simplemente,
se dirá que este texto se limita a constatar la existencia de dos posiciones
entre los padres sinodales respecto de la materia en tratamiento. La primera
consiste en la disciplina “actual”
de la Iglesia
(que es constante y unánime en el Magisterio pontificio) y la segunda es
precisamente la que el cardenal Kasper promueve que,además de novedosa, busca
la configuración y convalidación de una excepción al principio establecido por
la disciplina actual. Es válido hablar de la configuración de una excepción al
principio, dado que se manifiesta “(…) a favor de una recepción no generalizada a la mesa eucarística, en algunas situaciones especiales y bajo condiciones bien precisas”.
Pues bien, cabe decir que ni fueron
bien definidas las características especiales de tales situaciones, ni fueron
precisadas las condiciones de las que dependen. Seguro que no en la obra de
Kasper, tal como lo demuestran los numerosos interrogantes expuestos en el
capítulo precedente. Ello a pesar de que en su Epílogo de El Evangelio de la
Familia el autor expresa: “Aunque no sea posible y ni siquiera deseable una casuística habría que
proporcionar y anunciar públicamente los
criterios vinculantes. En mi informe he tratado de hacerlo” (pág. 60).
Pues en el estado actual de la cuestión, a juicio de quien esto glosa, las
“condiciones bien precisas” son tan sólo una expresión de deseo. Por eso llama
la atención que la Relatio recepte en pie
de igualdad –aunque al sólo efecto de la indicación de las posturas diversas
que se vertieron en el aula– la disciplina constante y la propuesta innovadora,
que se presenta tan deficientemente configurada.
¿Sería
posible en estos casos la supresión de la imputabilidad y de la
responsabilidad? El N° 52 de la Relatio
en su parte final expresa: “(…) Sigue
siendo profundizada la cuestión, teniendo
bien presente la distinción entre la situación objetiva de pecado y las
circunstancias atenuantes, ya que la imputabilidad o la responsabilidad de una acción pueden disminuir o incluso desaparecer por diversos
‘factores psicológicos o sociales’ ” (Catecismo de la Iglesia Católica,
N°1735). ¿Es posible acaso que se logre que “desaparezca” la imputabilidad de
quienes se encuentran en la situación objetiva de pecado de adulterio en base a
esta consideración del Catecismo?
La respuesta del Catecismo no deja
lugar a dudas: “Todo acto directamente
querido es imputable a su autor” (Catecismo, N°1736). La lectura del texto
completo del N°1735 permite comprender mejor la relación entre este principio
moral básico y las situaciones atenuantes y eximentes: “La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar
disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la
violencia, el temor, los hábitos, las afecciones desordenadas u otros factores
psíquicos o sociales”. Sin pretender hacer una exégesis exhaustiva, puede
verse que se recepta un arco de posibilidades, que van desde una leve disminución de la responsabilidad hasta
su total supresión.
Dependerá en cada caso particular de
cuánto se ha afectado el libre albedrío de quien obra. Por cierto, para ello la
ignorancia (que también admite grados) es un factor fundamental a tener en
consideración.
La responsabilidad, entonces, puede disminuir cuando los factores
conductuales (hábitos, afecciones desordenadas), psíquicos o sociales,
ocasionan una deficiente comprensión del acto que se realiza y/o limitan en
medida diversa la libertad. Pero sólo en caso de pérdida total de la
comprensión del acto y/o de la libertad, se verificaría la supresión de la
imputabilidad y por ende, de la responsabilidad del agente. Entonces para que los divorciados que han contraído una
segunda unión adúltera pudieran ser inimputables, deberían encontrarse en la
ignorancia total de lo que están haciendo, o bien permanecer en su situación
bajo una total anulación de su libertad.
Lo antedicho pone de manifiesto la
inconsistencia de profundizar en la cuestión, dado que por definición la “vía
para pocos” que Kasper propicia requiere un muy cercano acompañamiento pastoral
de cada persona (“tratar cada caso en particular con discretio, discernimiento espiritual, sabiduría y sensatez
pastoral”) y tras una ardua etapa penitencial, arribar finalmente a la
“conversión”. ¿Cómo podría un bautizado en este contexto pretextar una
ignorancia y falta de libertad tales que suprimirían
su imputabilidad y su responsabilidad respecto del pecado de adulterio?
“Todo
acto directamente querido es imputable a su autor”. Por ello la Iglesia es maternal con el
hermano que, manteniendo el vínculo sacramental, se encuentra en situación de
nuevas nupcias civiles, al acompañarlo cercana y fraternalmente y encomendarlo
a la misericordia de Dios, asumiendo la realidad de que a esta situación se
llega no pocas veces en contextos muy difíciles, en circunstancias
irrepetibles, donde posiblemente se hubieren configurado atenuantes a su plena
responsabilidad. Quizás más le valdría a alguno permanecer en la ignorancia,
antes que tener un muy cercano acompañamiento pastoral para tener clara
conciencia de la gravedad de su pecado pero considerarse liberado de toda
“vuelta atrás” y a la vez, creerse en plena comunión con Cristo.
Las
necesarias profundizaciones: El N° 53 de la Relatio
expresa: “Algunos Padres han argumentado
que las personas divorciadas y
vueltas a casar o convivientes pueden recurrir
fructíferamente a la comunión espiritual. Otros padres se han preguntado por qué entonces no
pueden tener acceso a la comunión sacramental. Es necesaria por tanto una profundización del tema que pueda
poner de manifiesto las peculiaridades
de las dos formas y su relación con la teología del matrimonio.”
Análogas consideraciones merece este
punto. Constata la existencia de dos posiciones. La postura “innovadora”,
evidentemente, recepta la opinión de Kasper, que ya fuera mencionada. Se hará
una breve consideración al respecto en el punto 6.
‘Dios no nos pide
nada que no nos haya dado antes: “Nosotros amamos a Dios porque Él nos amó
primero” (1 Jn
4,19), del Mensaje del papa Francisco para la Cuaresma de 2015.
5.
Crítica de la propuesta de Kasper en sus aspectos sustanciales y formales.
Existen diversos aspectos a
analizar respecto de la propuesta del autor.
Uno es el relacionado con la falta de
delimitación de los hechos constitutivos de las condiciones que habilitarían la
excepción a la regla, tal como lo han puesto de manifiesto los interrogantes
que mereciera el capítulo anterior (cfr. 4.1.), lo cual constituye per
se un defecto de graves consecuencias.
Dos, si es admisible que, al mismo tiempo
que no se contradice en el plano de la teoría la doctrina moral del matrimonio,
no se la tenga en cuenta en la praxis pastoral.
Y tres, lo más importante. Que debe darse
respuesta a la cuestión de fondo; esto es, si el principio evangélico admite
excepciones sin desvirtuarse. Se comenzará por este último aspecto.
El Evangelio no es solo una ley, no puede
reducirse a tal cosa. Pero es indudable que tiene contenidos normativos, que
son los preceptos del Señor. Preceptos que integran el depósito de la fe como
parte constitutiva, no disponible. La Iglesia enseña sobre ellos (doctrina) y también
en uso de su potestad, podría decirse, “reglamenta” los mandatos del Señor, y
sólo en la medida de lo necesario, en orden a precisar sus alcances, establece
algunas formalidades, fija disciplinas de administración, y propicia criterios
pastorales para su aplicación, pero siempre cuidando de “guardar” las palabras
del Señor es decir, de cumplirlas, de ponerlas en obra.
Según
criterios elementales de sentido común, receptados por la Ciencia jurídica, la norma
inferior debe adecuarse a la norma de jerarquía superior, tanto en sus aspectos
formales como sustanciales. Caso contrario estaría confrontándola, ignorándola
o desvirtuándola. En los siguientes puntos se intentará –con temor y temblor–
exponer las palabras del Señor y luego, cómo la Iglesia propicia ponerlas
en obra mediante la disciplina y la pastoral vigentes, y de la misma manera,
cómo se quiere hacer lo propio mediante la propuesta innovadora de la que se
ocupa Kasper.
5.1.
La respuesta del Evangelio: “Oísteis que fue dicho: no cometerás adulterio” (Mt 5, 27).
La realidad inefable del matrimonio
sacramental se expresa con autoridad en las palabras del Señor dirigiéndose a
los fariseos: “Él respondió y dijo: no
habéis leído que el Creador, desde el principio, ‘varón y mujer los hizo’ (…)
De modo que ya no son dos, sino una sola carne, ¡pues bien! ¡Lo que Dios juntó,
el hombre no lo separe!” (Mt 19, 2-5)
En varios pasajes de la Escritura se menciona al
adulterio como uno de los pecados graves que ofenden a Dios. Se trata de una de
las conductas que deben evitarse para llegar al Reino. Al joven rico “Jesús le dijo: no matarás, no cometerás
adulterio, no robarás, no darás falso testimonio” (Mt 19, 18). Se trata, claramente, de un precepto prohibitivo.
Ahora bien, el Señor (a diferencia de
otras conductas prohibidas: robar, matar, dar falso testimonio) ha enseñado
cómo se “tipifica” el adulterio: “Cualquiera
que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa
con una repudiada por su marido, comete adulterio” (Lc 16, 18)
“Quien
repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera; y si
una mujer repudia a su marido y se casa con otro, ella comete adulterio” (Mc
10, 11)
Por eso dice con verdad san Pablo (1
Cor 7, 10-11): “Cuanto a los casados,
precepto es no mío sino del Señor, que la mujer no se separe del marido, y de
separarse, que no vuelva a casarse o se reconcilie con el marido y que el
marido no repudie a su mujer”.
También, sugestivamente, a diferencia
del robo, del homicidio y del falso testimonio, el Señor muestra en la Escritura un caso
particular de ejercicio de la misericordia cuando perdona a la mujer adúltera,
a quien despide diciéndole: “Vete, desde
ahora no peques más” (Jn 8, 1-11).
Del mismo modo, específicamente con
relación al vínculo matrimonial, ha sido explicitado en la Escritura que no hay
autoridad humana que pueda “desatar” esa unidad: “Que no separe el hombre lo que Dios ha unido”.
Así
reza la Iglesia
en la Misa de
Esponsales (2° oración de la bendición nupcial) “(…) oh Dios, que consagraste la unión conyugal con un Sacramento tan
excelente, que has hecho de la alianza nupcial un símbolo de la unión sagrada
de Cristo con su Iglesia; oh Dios, por quien la mujer se casa con el hombre, y
esta sociedad conyugal, la primera que fue instituida, con tal predilección fue
por Ti bendecida, que es la única que no se anuló, ni como consecuencia del
pecado original, ni del diluvio (…)”
La Providencia ha querido, pues, dar especial claridad y
énfasis a la enseñanza sobre el vínculo matrimonial y sobre el adulterio, cuya
ocurrencia injuria gravemente (aunque sin destruir) la unión que Dios ha
querido sea símbolo de Su amor a la Iglesia. La prohibición del adulterio, pues, es
absoluta y no prevé ninguna excepción.
¿Qué duda cabe que esta conducta
implica una elección que produce una ruptura en la Comunión con el Señor?
Enseña san Pablo: “Así, pues,
quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y
de la sangre del Señor (…) pues el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación” (en 1
Cor 11, 27-27).
5.2.
El precepto evangélico no admite “excepciones”.
Kasper no controvierte el principio de
indisolubilidad; entiende que la
Iglesia “no puede
proponer una solución diferente o contraria a las palabras de Jesús. La
indisolubilidad de un matrimonio sacramental y la imposibilidad de un nuevo
matrimonio durante la vida del otro cónyuge forman parte de la tradición de fe vinculante de la Iglesia, que no puede abandonarse o disolverse
remitiéndose a una comprensión superficial de la misericordia a bajo precio”
(pág. 36). La parte final de esta aseveración merece una especial atención: la
tradición de fe vinculante “no puede
abandonarse o disolverse remitiéndose a una comprensión superficial de la
misericordia a bajo precio.”
Pero para el autor, la tradición de fe
vinculante ¿podría abandonarse o disolverse remitiéndose a una “comprensión
profunda” de la misericordia? ¿No sería acaso en la pastoral de la tolerancia,
de la clemencia y de la indulgencia donde se manifestaría tal comprensión
profunda? Para la cual, aun existiendo matrimonio sacramental (y por ende no
siendo posible un nuevo matrimonio durante la vida del otro cónyuge) aquel
cónyuge en segunda unión civil que ha transitado la vía penitencial de la
pastoral de la tolerancia, podría acceder a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía.
Para Kasper, pues, el cónyuge que está
conviviendo en una segunda unión civil en tanto se mantiene el vínculo
sacramental, podría recibir el perdón sacramental y comer el Cuerpo de Cristo.
¿Cómo entonces fundamenta el abandono de lo que denomina “tradición de Fe
vinculante de la Iglesia”?
Si el Señor expresó una prohibición absoluta, sin excepciones y así lo entendió
el Magisterio pontificio en todos los siglos.
En síntesis: los criterios pastorales
vigentes de no conceder la absolución sin firme propósito de enmienda; y de no
administrar la Eucaristía
a quien se encuentre en estado de pecado mortal, resultan la aplicación
inevitable del precepto evangélico de “guardar” la palabra de Dios. Pero para
la pastoral de la tolerancia el criterio vigente sería “suspendido” en casos
supuestamente puntuales, de manera que en tales casos no se guardaría la Palabra. La enseñanza
de la moral católica concluyente en orden a que los preceptos morales negativos
de la ley divina positiva obligan “semper et pro semper”, es decir no
admiten excepción en ningún caso concreto. Quien quiera reconciliarse con
Cristo no puede ni debe perseverar en el adulterio.
La pastoral de la tolerancia pretende
incorporarse como disciplina vigente en calidad de “norma de excepción” ¿Cómo
intenta fundamentar Kasper aquella contradicción? Se repasarán sintéticamente
dichos fundamentos:
a) porque en ciertos casos
puntuales implicaría una carga demasiado pesada, por ende injusta, para el que
sufre y pide ayuda (se recurre para ello a la oikonomía, y/o a la epicheía
y/o a la prudencia en la aplicación de la norma), por lo que en estos casos no
se aplicaría el criterio previsto en la doctrina tradicional;
b) por la atenuación de la
responsabilidad, hasta su supresión, en virtud de las circunstancias que
pudieren afectar en diversos grados el conocimiento o la voluntariedad del acto
(argumento del N° 52 in
fine de la Relatio postsinodal);
c) por la posibilidad de
desarrollar dos tradiciones paralelas; una sería la “principal” (la disciplina
de los sacramentos sostenida por el magisterio pontificio) y otra la
“divergente”, que sería la originada en la praxis de algunas Iglesias
particulares en los primeros tiempos del Cristianismo donde habría surgido
según Kasper la pastoral de la tolerancia. Para este autor existen signos
contemporáneos que indicarían un retorno a aquel espíritu pastoral, que habría
que profundizar (pág. 37), aspecto sobre el que se volverá en el N° 6.
Kasper, como se viera, intenta transitar
las respuestas precedentes utilizándolas, en una exposición asistemática, como
argumentos complementarios.
5.3.
¿Pueden estar en conflicto la
Verdad y la
Misericordia?
El precepto “no cometerás adulterio” es constitutivo de la moral cristiana, y
es la expresión prohibitiva de una conducta contraria a la sacralidad del
matrimonio. La unión entre los cónyuges es indisoluble, como la unión entre
Cristo y su Iglesia. Por consiguiente, los cónyuges deben abstenerse de toda
conducta contraria a aquello que Dios ha unido, tal como lo es por antonomasia
el adulterio. Los términos imperativos del precepto prohibitivo, no obstante,
no anulan la esencial libertad de la persona. Ahora bien, ¿puede la Verdad del Evangelio entrar
en conflicto con la
Misericordia, que también es constitutiva del mensaje
evangélico? Ciertamente no en Cristo, que perdona a la mujer adúltera y le manda
“Vete, desde ahora no peques más”.
El cardenal Mauro Piacenza enseña
acerca de la “coinherencia” entre verdad y misericordia: “Precisamente porque
la misericordia y la verdad no son primordialmente ideales a los que nos
avenimos –o ideales platónicos que contemplamos– y que por el misterio de la Encarnación se han
convertido en realidades tangibles, visibles y capaces de ser oídas, a través
del encuentro personal con Cristo, el Logos hecho carne –continúa el cardenal–
es posible afirmar que lo que ocurre en el Sacramento de Reconciliación es, en
cierta manera, el encuentro supremo con la misericordia ofrecida por Dios al
hombre, y de la verdad del hombre y su relación con Dios que está llamado a
reconocer”.
“(…) En el cristianismo la misericordia
y la verdad son coinherentes, inseparables, a tal punto que podemos decir que
son idénticas. Podemos decir, parafraseando [el credo de] Calcedonia, que la
misericordia y la verdad están unidas aunque no se confunden, y son distintas
sin estar separadas”. En este sentido “la misericordia sin la verdad no es
cristianismo y, a la misma vez, que la verdad sin misericordia tampoco es
cristianismo”. (Lectio para
sacerdotes germano-hablantes en la diócesis de Ausburgo).
Una misericordia que en forma flagrante
contradice la Palabra
implica una concepción “horizontal”, meramente humana, de misericordia. El
camino de la misericordia es el que el Señor le indicara a la mujer adúltera.
Los buenos pastores lo saben: la cercanía y el amor al pecador jamás podría
desembocar en adulterar la propia Verdad ¡por el bien del propio pecador!
5.4.
¿La doctrina de la Iglesia
y la praxis pastoral pueden separarse?
5.4.1. El
problema: ¿una pastoral independiente de la doctrina?
Kasper expresa con acierto la
existencia de “un abismo entre doctrina y las creencias vividas por muchos”.
Cabe preguntarse si –aceptando como irreversible este hecho– el papel de la
doctrina debiera ser el de un marco de referencia ideal que se encuentra allá
lejos, en el plano de las ideas pero no en el de la vida diaria. Como una
“estrella polar” que guía desde lejos (en palabras de Stammler en referencia al
Derecho Natural en su concepción idealista). Con este criterio ¿podría asumirse
que “desde lejos”, del otro lado del abismo, puedan imponerse cargas muy pesadas
para aquellos “que sufren y piden ayuda”? ¿Se justificaría en este contexto que
la pastoral adquiriese una cierta independencia respecto de la doctrina?
El autor comentado, como se ha visto, no
sólo no impugna, sino por el contrario reafirma, la doctrina sobre la
indisolubilidad de matrimonio y sobre el pecado de adulterio que comete quien
está casado sacramentalmente y forma una segunda unión civil. Podría decirse
que no propone, entonces, un cambio doctrinario, aunque sí un cambio pastoral.
Pero resulta que el cambio pastoral
propiciado contradice la disciplina de los sacramentos vigente en la Iglesia, sostenida
invariablemente por los Pontífices por surgir expresamente de la Escritura. La
disciplina, no es otra cosa que la aplicación de la doctrina y de criterios
pastorales a las situaciones concretas. Lo que implica, entonces, que lo que
está sugiriendo Kasper es que en algunos
casos la doctrina “no se aplique”, que de una manera u otra, quede “en suspenso”. Pero ¿por qué razón?
¿Acaso por una comprensión profunda de la misericordia? Esta comprensión sería
el común denominador de las razones expuestas en 5.2. (in fine) por las cuales
el principio evangélico no se aplicaría.
Debe leerse con sumo cuidado, en este
contexto, la proposición relacionada con las preguntas preparatorias del
Sínodo: “Las preguntas que se proponen a continuación, con expresa referencia a
los aspectos de la primera parte de la Relatio Synodi,
desean facilitar el debido realismo en la reflexión de cada episcopado,
evitando que sus respuestas puedan ser dadas según esquemas de una pastoral
meramente aplicativa de la doctrina.”
Pues bien, como se verá en el siguiente
subcapítulo, la pastoral necesariamente debe ser aplicativa de la doctrina. La
proposición pide que no sea “meramente aplicativa”. Si queda claro lo anterior
debería explicarse cuál es el sentido de la expresión “meramente”.
El interrogante con el que se abriera este
número: “¿una pastoral independiente de la doctrina?”, debe ser respondido en
forma negativa, ya que la doctrina es la enseñanza del Evangelio y su razón de
ser y finalidad es precisamente iluminar la praxis pastoral. Además, no existe
una praxis “independiente” de alguna doctrina o ideología o creencia. Entonces
la praxis pastoral, o depende de la doctrina católica o depende de una creencia
diferente. No hay independencia posible. Es fundamental discernir en este
debate, si se están discutiendo propuestas de acción desde creencias originadas
en ideologías o doctrinas ajenas al Evangelio.
5.4.2.
La respuesta católica: Palabra, pensamiento y obra.
La mera invocación a una ortodoxia
doctrinaria que reclama obediencia es algo que no suscita simpatías en el
hombre contemporáneo. Más aún, si a la doctrina, en sus directrices de
aplicación práctica, se la llama “disciplina”. Es cierto que la legalidad suele
corromperse en “legalismo” y este en “ritualismo”. Y que nuestro Señor dedicó
sus condenas más severas al fariseísmo,
caracterizándolo como el cumplimiento hipócrita, estricto y mecánico de la
letra de la ley en detrimento de su espíritu.
Pero ¿de qué doctrina se está hablando? Doctrina es, etimológicamente, “lo que
se enseña”. La doctrina católica sobre el matrimonio pertenece al dogma.
Inclusive las definiciones solemnes que pudiere proclamar el Sumo Pontífice
sobre esta materia tendrían la nota de la infalibilidad por ser atinentes a
cuestiones de fe y moral. No puede existir para el creyente falsedad ni
incoherencia en todo aquello que integra el depósito de la Fe. Doctrina,
sencillamente, es la enseñanza que surge de la Revelación, la verdad
que Dios ha querido darnos a conocer sobre Él mismo y sobre el hombre y su
destino eterno, que es transmitida por la Escritura y la Tradición apostólica,
tal como la enseña la Iglesia,
en fidelidad y por la autoridad recibida.
Kasper dice con verdad: El Evangelio “no es un código jurídico. Es luz y fuerza
de vida, que es Jesucristo. (…) Sólo a su luz y en su fuerza es posible
entender y cumplir sus mandamientos” (pág. 9). Es decir, no está lejos del
hombre, como la estrella polar, es por el contrario su luz y su fuerza
interior. No puede, entonces, imponer cargas imposibles de llevar. Porque lo
que propone a la libertad del hombre, aunque a veces arduo, es conducente a un
fin infinitamente superior. El propio Kasper expresa que “(…) a su luz y en su fuerza es posible entender
y cumplir sus mandamientos”.
El abismo entre la doctrina y las creencias
diversas de muchos bautizados puede salvarse mediante la luz y la fuerza del
Evangelio “que en los hechos es lo que
todos los Santos Padres y los teólogos han identificado –fundados en las mismas
palabras de Jesús, en la explicitación paulina y en las cartas apostólicas–
como “gracia”, ese don divino que capacita a cada hombre para la vida
sobrenatural y que –de modo ordinario– se le comunica por medio de los
sacramentos. Sin la gracia, por el solo esfuerzo humano, el acceso a lo divino
sería imposible” (Pablo A. Marini, anotación a estas glosas)
La
Palabra de Dios es perfecta. Existen claras
referencias en la Escritura
a la necesaria continuidad entre la
doctrina y las obras. “Así pues,
todo el que oye estas palabras mías y las pone en práctica, se asemejará a un
varón sensato que ha edificado su casa sobre la roca” (Mt 7, 24). No poner
en práctica la Palabra
es, pues, insensato en grado sumo.
El Señor insiste, el guardar la Palabra (esto es, no
adulterarla y obedecerla) inserta al hombre en el misterio trinitario: “Si alguno me ama, guardará Mi palabra, y
mi Padre lo amará, y vendremos a
él, y en él haremos morada. El que no me ama, no guardará Mis palabras; y la
palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió” (Jn 14,
23-24).
La secuencia, como la enseña el Señor es:
primero la Palabra;
que se oye y se guarda (“obedecer” está relacionado etimológicamente con oír: oboedire, de ob-audire). Entonces la Palabra –con la enseñanza
de la Iglesia
(doctrina) – ilumina el corazón y la inteligencia. Finalmente se la pone en
obra. No hay solución de continuidad.
“Si conserváis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor, lo mismo que Yo, habiendo conservado los mandamientos
de mi Padre, permanezco en su amor” (Jn 15, 10).
5.4.3.
La ley moral y la antropología de la libertad.
La persona humana tiene una condición
constitutivamente teleológica. El hombre, capaz de conocer las cosas y de
conducirse de acuerdo a su libre albedrío, se propone fines permanentemente y
realiza elecciones. La libertad interviene tanto al momento de la elección de
los fines como con ocasión de poner en marcha (o no) las conductas que dichos
fines requieren. De modo que para obtener determinados fines, el ser humano
debe (imperativamente) obrar de determinada manera, caso contrario no es
posible obtenerlos. Aquí está en germen la estructura lógica de toda norma
preceptiva de conducta. La normatividad pues, como la finalidad, son inherentes
a la condición humana.
Entre las normas preceptivas de
conducta, ciertamente, se encuentra la norma (o precepto, o ley) religiosa. Los
preceptos divinos le son propuestos al hombre para que los acepte libremente.
Pero se le advierte que, si opta por no cumplirlos, se aparta de su propio
bien, al que lo convoca la
Palabra de Dios.
Ciertamente para poder ser entendido y
puesto en obra, todo mandamiento del Evangelio posee una estructura lógica
normativa. La catequesis es la enseñanza de la doctrina por parte de la Iglesia, como Madre y
Maestra, a fin de que el cristiano obre conforme a los preceptos del Señor. El
precepto, entonces, “se propone” a la libertad de la persona. En consecuencia,
la elección de una conducta diferente de la que el Evangelio ordena, tiene por
efecto el segar la misma fuente de la luz y de la vida. Como puede verse, la Iglesia no pone “Palabra, dogma, doctrina” en una vereda
y “conducta, praxis, vida”, en la opuesta: la Palabra es fuente de luz y
de vida. De otro modo, la
Palabra sería vacía o un objeto de museo.
No existe una praxis sin finalidad,
aleatoria, por decirlo de alguna manera, que se aparta “porque sí” de la
doctrina, sino que se trata de una praxis que en definitiva es coherente con otras
“creencias” diversas a las evangélicas. Esas creencias, ciertamente, no
conducen a Cristo y allí se encuentra el desafío del creyente.
Los discípulos preguntan: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo,
pues, sabremos el camino?”. Jesús les replicó: “Soy Yo el camino, y la verdad y
la vida; nadie va al Padre sino por Mí” (Jn 14, 5-6).
5.5. Deficiencias
técnicas de la norma propuesta y su proyección.
5.5.1. Carácter
normativo de la propuesta de Kasper.
Dice este autor con el énfasis concluyente
de un epílogo: “Aunque no sea posible y
ni siquiera deseable una casuística habría que proporcionar y anunciar
públicamente los criterios vinculantes. En
mi informe he tratado de hacerlo.” (pág. 60).
Claramente,
su propuesta busca tener un carácter normativo: una vez que los “criterios
vinculantes” sean anunciados públicamente (no indica Kasper si lo haría el
Santo Padre) se configuraría una norma (en tanto no contradigan la Fe revelada), aquella que
establece la “vía para pocos”. Tanto el principio general como la excepción
tendrían, pues, carácter normativo.
Ahora bien, parece contradictoria una
afirmación previa que buscaría “diluir” la misma categoría conceptual: “No existen los divorciados y vueltos a
casar; existen (…) situaciones muy
diversificadas de divorciados y vueltos a casar (...) Ni siquiera existe la
situación objetiva, que se opone a la admisión de la comunión, sino que existen
muchas situaciones objetivas bastante diferentes” (pág. 54) y también: “(…) no hay en el tema que nos ocupa una
solución general para todos los casos (…) es preciso tomar en serio la unicidad
de cada persona y de cada situación concreta (…) y decidir caso por caso” (pág. 55).
Pues bien, cabe responder, que siempre se decide caso por caso. De lo que
aquí se trata es de saber cuál es el criterio
para decidir esto es, cuál es la norma que se aplica a las diferentes
categorías de casos. Porque en el tema en debate, como puede verse, las
categorías posibles de situaciones no son “infinitas”. Las personas sí son
únicas e irrepetibles, lo que no quiere decir que no existan conductas
“típicas” que no puedan ser consideradas en las normas preceptivas, ¡si no, no
existiría ningún mandamiento divino ni ley humana posible!
El propio Kasper dice: “Habría que proporcionar y anunciar públicamente
los criterios vinculantes”.
Pues
entonces está proponiendo una norma, que pretende agrupar una o varias
categorías de casos en los que procedería la pastoral de la tolerancia.
Cada caso, tal como las personas que lo
protagonizan, tiene aspectos únicos e irrepetibles, pero no obstante pueden ser
agrupados en diferentes categorías en virtud de caracteres que se consideran
relevantes con relación a algún fin. Porque una cosa es decidir caso por caso
considerando la unicidad de cada persona humana y otra muy distinta es ¡que
cada caso tenga su propia norma! Es decir, que cada caso suscite su propia
norma que busque su propia solución sin tomarse realmente en serio la enseñanza
del Señor. Esto es, nada menos lo que se llama “casuismo”.
5.5.2. Estructura
normativa de la doctrina tradicional con relación al matrimonio y al adulterio.
Las “categorías” de hechos son
imprescindibles para la existencia de toda norma preceptiva de conducta. Por
ejemplo: “Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, comete
adulterio; y el que se casa con una repudiada por su marido, comete adulterio”.
Así se definen los sujetos involucrados por la norma (“cualquiera”) y se
definen los hechos relevantes: “(…) que repudia (…) y se casa”. Luego, la
consecuencia: “comete adulterio”.
Podría expresarse esquemáticamente la norma
relativa al matrimonio y al adulterio, de la siguiente manera, de modo tal que
se manifieste con mayor claridad su estructura lógica: “Todo aquel bautizado con matrimonio rato y consumado debe mantenerse en
unión como Cristo y la Iglesia
hasta que la muerte los separe; pero si se separa y contrae una nueva unión
civil, comete adulterio” (matrimonio rato se refiere a matrimonio
sacramental, esto es celebrado válidamente entre dos personas bautizadas). Se
analizará la fórmula precedente:
“Todo aquel
bautizado con matrimonio rato y consumado debe mantenerse en unión como Cristo
y la Iglesia
hasta que la muerte los separe (…)”. Esta primera parte de la fórmula es lo
principal de la norma (norma primaria) por ser la que prescribe la conducta
positiva querida por Dios. Los sujetos alcanzados son “todos aquellos” que
califican como bautizados católicos, que se hubieren casado con entendimiento y
libertad y que hubieren consumado el matrimonio. La ocurrencia de estos
supuestos tiene por consecuencia la obligación de mantenerse en unión
indisoluble, tal como lo quiere Cristo y lo entiende la Iglesia, hasta que la
muerte los separe. De allí dimanan deberes inherentes al vínculo: el cuidado y
el amor recíprocos, la fidelidad, y la comunicación de la vida.
“Pero” (conjunción adversativa)…
…si se separa y contrae una
nueva unión civil, comete adulterio.” La segunda parte de la fórmula, la norma
secundaria, es tal en tanto expresa lo que ocurre cuando no se cumple con la conducta
debida. (Pero) “si hay separación y nueva unión civil (esto es, si se ha
incumplido la obligación positiva) el sujeto alcanzado incurre en una conducta
expresamente prohibida por Dios, que es el adulterio, lo que trae como
consecuencia necesaria el voluntario apartamiento de la Comunión eucarística.
Esta norma es divina, por su Autor, y positiva,
pues está promulgada expresamente en la Escritura; no requiere
mayores determinaciones fácticas ni calificaciones, tanto para configurar la
parte positiva de la obligación, como para determinar la consecuencia de su
incumplimiento. Naturalmente, la obligación sólo existe si al contraer
matrimonio hubo plena advertencia y libre voluntad. Habrá circunstancias y
sufrimientos personalísimos que nadie mejor que Dios conoce, tantos como
personas casadas y separadas que están en segunda unión existen, y que quedan
reservados a Su juicio inapelable. Pero el Autor sagrado consideró suficiente
lo dicho. Pueden existir infinidad de agravantes o atenuantes, pero ellos no califican
–de acuerdo a la Ley
divina–para dispensar el respeto del vínculo contraído, ni el adulterio.
Ni la Iglesia como institución ni los pastores a título
de directores espirituales pueden modificar esto. El poder de atar y desatar
–como se dijo– no incluye el de derogar –aunque fuere implícita y
excepcionalmente- aquello que integra el depósito de la Fe. Respecto del
matrimonio, la Providencia
ha querido ser explícita: la
Iglesia no tiene poder de desatar el vínculo matrimonial y en
consecuencia, no puede desentenderse de las consecuencias del adulterio.
Cuando Kasper afirma: “no existen los divorciados y
vueltos a casar” contradice lo dicho en la Escritura: “Cualquiera que repudia a su mujer y se
casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con una repudiada por su
marido, comete adulterio”. Es decir, para Cristo ¡sí existen quienes
repudian y se vuelven a casar!
“Que el hombre no
separe lo que Dios ha unido”.
5.5.3. El ejemplo que Kasper trae como
“ideal”.
Este autor reclama que “(…)
es preciso tomar en serio la unicidad de cada persona y de cada situación
concreta (…) y decidir caso por caso” (pág. 55) tras lo cual presenta
el caso “ideal” para la aplicación de la
pastoral de la tolerancia: “Si, por ejemplo una mujer ha sido
abandonada por el marido sin culpa por su parte y, por amor a los hijos,
necesita un hombre o un padre, e intenta honestamente vivir una vida cristiana
en un segundo matrimonio contraído civilmente y en una segunda familia, educa
cristianamente a los hijos y se compromete ejemplarmente en la parroquia (…)
entonces también eso forma parte de la situación objetiva (…)” (pág.
54-55) agregando luego: “si (…) alguien que ha cometido un error
y se arrepiente de él , y –no pudiendo eliminarlo sin incurrir en nueva culpa– hace, sin
embargo, todo cuanto está en sus manos (…) ¿Podemos negarle entonces la
absolución? (pág.
55).
En realidad el ejemplo transcripto no
agrega nada sustancial a lo ya tratado en el punto 4.1. Se refiere al supuesto
del cónyuge abandonado, sin culpa de su parte. El que, además:
1) por amor a los hijos, necesita un hombre o
un padre;
2) intenta honestamente vivir una vida
cristiana en una nueva unión civil;
3) educa cristianamente a los hijos; y
4) se compromete ejemplarmente en la
parroquia.
En la segunda parte del ejemplo, agrega:
5) ha cometido un error y se arrepiente de él;
6) no puede eliminar (el error) sin contraer
nueva culpa; y
7) hace, sin embargo, todo cuanto está en
sus manos.
Ante lo cual cabe considerar, en primer
lugar, que la situación de la mujer abandonada sin culpa, con hijos, es muy
grave y conlleva una innegable situación de carencia, interpelando a toda la
comunidad cristiana a asistirla. Como ya se dijo, existen modos de
acompañamiento que no implican la formación de una nueva pareja.
Puntualmente se responde: a 1) para el
catolicismo el amor a Dios y a los hijos no tienen contradicción, porque no hay
amor auténtico y legítimo que no provenga de Dios. Toda persona está llamada a
la castidad según su estado; el célibe, el casado y también el separado. En el
ejemplo el error radicaría en la creencia equivocada de esta mujer en orden a
que el bien de sus hijos pasa por contraer una segunda unión, que la pone en
una situación objetiva de pecado. En algún caso podría darse un juicio moral
erróneo en el que el cónyuge cree que la nueva unión civil es lícita. Pero los
condicionantes de la decisión adoptada no suprimen totalmente la voluntariedad
del acto ni la responsabilidad. No obstante en estos casos la Iglesia debería tener una
especial cercanía y benignidad, aunque bien entendido que un proceso de
conversión sólo podría desembocar en una plena reconciliación con el Señor.
Reconciliación que, de suyo, implicaría el cese del adulterio toda vez que la
conversión tornaría imposible mantener aquel juicio moral erróneo.
Se responde a 2) y a 7) que esa intención
de honestidad y de querer hacer las cosas bien, tiene un grave condicionante,
que es la situación de adulterio que no se intenta cambiar. Hay una escisión en
la vida espiritual de esta mujer y un sufrimiento, que sin duda Dios conoce,
por no tener el coraje de poner los medios para reconciliarse.
A 3): esta escisión se proyecta a la
educación de los hijos, a quienes se les da por una parte, el mal ejemplo del
adulterio y por la otra el buen ejemplo del ejercicio de algunas virtudes. El
ejemplo “ideal” presupondría que existe una aceptación por parte de los hijos
de la nueva situación de pareja o, de mínima, no les provoca un sufrimiento
(caso contrario quedaría ipso facto fuera del ejemplo). Sin duda Dios, que no
se deja ganar en generosidad, no dejará de retribuir todo lo bueno que la mujer
hiciere a pesar de su estado.
A 4) el compromiso ejemplar en la parroquia
no puede funcionar como una justificación ni dispensa de la consecuencia del
adulterio. Dios lo tendrá en cuenta en la medida que sea producto de un acto
sin doblez y no resulte escandaloso para algunos inocentes. Cualquier persona
que vive una situación existencial de pecado (que no fuere el adulterio) podría
comprometerse ejemplarmente en la parroquia y no por eso quedaría justificado.
En realidad la parroquia debería buscar la ejemplaridad del compromiso con el
Evangelio en los matrimonios que perseveran y en el heroísmo de varones o
mujeres abandonados que mantienen la fidelidad y la castidad propia de su
estado. Ello sin perjuicio de la cercanía y caridad hacia los hermanos que
viven en una unión adulterina.
A 5) y 6) El “error” que se reconoce haber
cometido no se refiere a la separación, puesto que el ejemplo parte de la base
de que se trata de un cónyuge inocente del abandono. Se refiere entonces a la
“solución” buscada de la segunda unión civil, a pesar de creer “erróneamente”
que lo hacía por el bien de los hijos. Cabe precisar que “error” y “pecado” no
son sinónimos, aunque se haya vuelto habitual usar analógicamente estos
términos. El error, que es un juicio de la inteligencia (o un “pre-juicio”, es
decir un juicio dado antes de lo que se debía, un juicio que la inteligencia
emitió sin las debidas condiciones) en algunos casos puede provenir de una
ignorancia insalvable o ser involuntario, y, por lo tanto, quedar fuera de la
calificación moral. El pecado en cambio, que es un pensamiento, palabra, obra u
omisión, hecho con deliberación y discernimiento, se cualifica con que la
conducta ofende directa o indirectamente a Dios. En lo que respecta al pecado
entonces el arrepentimiento requiere la plena conciencia de la necesidad de
reconciliarse con Dios, unciéndose al suave yugo de su Voluntad y llevando la
ligera carga que impone. La conversión (metánoia) debe eliminar de raíz la
ofensa a Dios.
El punto 6) se refiere, en esta analogía
impropia, a la “imposibilidad” de eliminar el error sin contraer nueva culpa.
Es decir, a la “imposibilidad” de convertirse realmente y re-ligarse a la vida
de Gracia, lo que implicaría de suyo cesar en la relación de adulterio. La
imposibilidad no se basaría en una constricción física o moral de tal gravedad
que anularía su libre albedrío. Lo que en realidad se da en el ejemplo, es una elección entre proseguir en la culpa del
pecado de adulterio o incurrir en una supuesta “nueva culpa” derivada del cese
de la convivencia adulterina. Aunque pudieren darse circunstancias que
condicionen el juicio, tanto como inconvenientes objetivos, en definitiva se
trata de una decisión libre, y por ende sujeta a responsabilidad.
¿Acaso se estaría planteando un aparente
dilema moral que llevaría a pensar que obraría mal quien “postergase el bien de
los hijos” no formando una nueva pareja, por fidelidad al vínculo matrimonial?
La “heroica” actitud del separado que permanece en soledad ¿podría ser
considerada “en detrimento del bien de sus hijos” y por lo tanto, inmoral?
Ahora bien, desde el punto de vista de la
moral católica del matrimonio, cualquier supuesta culpa moral por el cese de la
situación de adulterio no es equiparable a aquella culpa que mata la vida de la
gracia en el alma y, por lo tanto, pone en riesgo cierto de condenación eterna
al ser humano. Esto es claro dentro de la coherencia de la moral católica. Pero
si se considerase que se trata de culpas equivalentes o peor aún que la “culpa”
de alguna consecuencia relativamente disvaliosa por el cese del adulterio es
más grave que el mismo hecho de la permanencia en él, sencillamente en este
caso se estaría justificando por la teoría
del mal menor la continuidad de una vida en pecado mortal.
No es posible tanta incoherencia.
Simplemente se trata de sistemas morales distintos que intentan
infructuosamente “convivir armónicamente” en el interior de las almas y en la
realidad de la
Iglesia. Finalmente la persona optará por un camino u otro,
en tanto que la Iglesia
–por la promesa de Cristo–deberá seguir siendo fiel a su destino y razón de
ser.
Si bien puede haber situaciones muy
difíciles (como el compromiso afectivo entre los contrayentes de la segunda
unión civil y el riesgo de la inestabilidad material para los hijos y la propia
mujer) la responsabilidad por alguna eventual consecuencia negativa a causa del
cese del adulterio resultaría ser un daño no querido directamente, y no es
equiparable de modo alguno a la magnitud del daño del pecado mortal.
Debe tenerse en cuenta, por lo demás, que
el acompañamiento pastoral cercano que conllevaría la pastoral de la
tolerancia, debería significar el crecimiento espiritual de ambos cónyuges de
la segunda unión civil por lo cual –tomando plena conciencia de la gravedad de
su situación objetiva– podrían de común acuerdo vivir en la castidad propia de
su estado (continencia) o al menos, si no fuere posible discontinuar la convivencia
marital, no discontinuar la relación afectiva y el soporte material hacia los
hijos. Cada situación Dios la conoce, y la juzgará con justicia y caridad
infinitas. Pero eso no habilita a la
Iglesia a modificar preceptos esenciales del Evangelio.
Por todo lo expuesto la respuesta al
interrogante (¿Podemos negarle entonces la
absolución?) con que se iniciara esta
reflexión, en el modesto entender de quien escribe estas glosas, es: “Sí, aún en un caso de estas
características la Iglesia
estaría obligada a denegar la absolución”.
5.5.4. La
insuficiencia técnica y sus consecuencias prácticas.
Ya se analizaron repetidas veces las
condiciones que para Kasper habilitarían la pastoral de la tolerancia. Existe,
como se ha visto, un defecto de “técnica normativa” atinente a la suma
imprecisión de las condiciones que habilitarían la disciplina de excepción que
Kasper propicia. Imprecisión o labilidad que tendría como inevitable
consecuencia la propagación masiva de la práctica de la “tolerancia” en la Iglesia, más allá de la
“vía para pocos” pensada inicialmente por Kasper.
Pero, no obstante, cabe enfatizar en la
insuficiencia técnica de la norma de excepción propiciada, en virtud de que la
imprecisión de las condiciones en que operaría, tiene un efecto en sí mismo
negativo, puesto que de “publicarse” como criterio vinculante, en los términos
que Kasper propicia, no haría otra cosa que abrir una brecha que se iría
agrandando progresivamente con más y más casos comprendidos, en virtud de la propia dinámica de los fundamentos
de la pastoral de la tolerancia.
Es legítimo preguntarse si mayores
precisiones teológicas de la pastoral de la tolerancia no tendrían otro efecto
que el de demostrar más palmariamente su incompatibilidad con los preceptos
evangélicos mencionados. Pero no sería temerario afirmar que el sólo hecho del
estado público del debate –en la era de las comunicaciones– ya ha producido un
aumento de las comuniones sin las debidas disposiciones.
La falta de fundamentos teológicos de
envergadura de los que adolece la innovación no facilitará la inteligencia de
los “criterios vinculantes” en el sentido restrictivo que el cardenal Kasper
procura configurar y dejaría la interpretación y aplicación de los mismos en
manos de cada sacerdote. ¿La función del director espiritual será la de
legislador y juez de cada caso? Es probable que el propio fiel termine siendo
el juez de su propia causa y también el legislador de su propio caso.
La realidad decisiva es que, más allá de
que sean extremados los recaudos técnicos, existe un obstáculo insalvable cual
es que el precepto evangélico de la indisolubilidad del vínculo y la
prohibición de incurrir en una posterior relación adúltera no admite excepción,
es absoluto.
5.5.5. Algunas proyecciones previsibles de la pastoral de la tolerancia.
La doctrina moral sobre la indisolubilidad
del matrimonio es especialmente clara y terminante, sin dar lugar a
excepciones. Una eventual consagración oficial y con “criterio vinculante”,
aunque fuere de carácter pastoral, de la posibilidad de la comunión sacramental
pendiente la situación de adulterio, implicaría la concesión de una
autorización, de uso discrecional en el nivel prudencial, para no aplicar la Palabra, la doctrina y la
disciplina católica en casos de dudoso contorno.
Jamás un Papa ha permitido esta
interpretación, antes bien siempre reiteraron los obispos de Roma, en lo que
hace a la disciplina de administración de los sacramentos, la doctrina que se
basa, en forma incontrovertible, en el depósito de la fe, por tener
definiciones expresas y reiteradas en la Sagrada Escritura
que forman una todo homogéneo en esta materia. Si la propuesta de Kasper fuera
refrendada por la máxima autoridad eclesial, para el creyente, en adelante,
¿qué otra cuestión en materia de fe y moral no podría ser derogada por la
praxis pastoral?
A quienes alegan que no se propicia un
cambio doctrinal, se les podría responder que sí se propicia un cambio
doctrinal, consistente en que la doctrina que debe aplicarse… ¡no se aplica!
“(…) el
acceso a los sacramentos (…) debe recorrerse en cada caso concreto contando con
la tolerancia o el tácito consentimiento del obispo. Ahora bien, la
discrepancia entre el ordenamiento oficial y la tácita praxis local no es una
situación nueva del todo satisfactoria”
(pág. 60).
La frase transcripta provoca muchos
interrogantes. Si bien sería cierto que en sectores puntuales existe hoy en día
una tácita praxis fuera de la disciplina de la Iglesia, ¿sugiere Kasper
que se trata de una realidad lícita? La praxis en cuestión involucra la moral
matrimonial y la fe en la
Presencia real del Señor bajo las especies eucarísticas: para
esa praxis errónea una persona incursa en un pecado grave, mortal, condenado
reiteradamente por el Salvador, recibiendo en su interior verdadera, real y
sustancialmente a Cristo en Su cuerpo, sangre, alma y divinidad, en vez de
cometer un sacrilegio (como efectivamente lo es), en vez de agravar su
situación (como claramente advierte san Pablo), por el contrario, lograría
participar en la vida divina por medio de la gracia santificante. Cristo “se
vería obligado” a habitar en un alma en pecado mortal. De esta manera se
desfiguraría la conocida clasificación teológica de la Eucaristía como
“sacramento de vivos” (porque solo aquellos en estado de gracia santificante
pueden comulgar) y, peor aún, se cuestionaría el sentido mismo del sacramento
del Matrimonio, de la
Eucaristía y del sacramento de la Penitencia. Porque no es una praxis,
tácita o no, que desarrolle temas no reglados, sino que cualquiera advierte que
se encuentra en abierta contradicción con la disciplina, con la doctrina y con la Palabra.
Nuevamente es remarcable el uso del
lenguaje; así como el criterio de aplicación del Evangelio es llamado
“disciplina”, ahora la doctrina indisponible de la Iglesia se denomina
“ordenamiento oficial”. ¿Se está ante una situación como para afirmar “la letra
mata pero el espíritu vivifica? ¿Debería identificarse la Misión de la Iglesia con una burocracia
que genera normas en forma desconsiderada para la gente que sufre? ¡No! La Iglesia da testimonio de la Palabra: “Señor ¡sólo Tú tienes palabras de vida eterna!”.
Es cierto que el autor considera que la discrepancia entre el ordenamiento
oficial y la tácita praxis local no sería lo ideal, pero ¿podría ser considerada
entonces una salida circunstancial? ¿Se dirige Kasper al logro de una concesión
“de mínima” como resultado de todo este debate? Es decir, ¿que se
dé la directiva pastoral a los obispos de que toleren o consientan tácitamente
el acceso a los sacramentos por parte de los adúlteros?
Un eventual respaldo “oficial”, aún
informal, a una praxis –de muy previsible generalización– que vendría a
confirmar la actividad de algunos sectores que “de facto” ya vienen aplicando
la pastoral de la tolerancia en discrepancia con el “ordenamiento oficial”, ¿no
resultaría en una confusión que pudiera proyectarse hacia una erosión de la
unidad y la integridad de la fe?
Si se sancionara un documento oficial
de la Iglesia,
de carácter pastoral, convalidando los conceptos difusos en que se basa la
pastoral de la tolerancia, sería de esperar pronunciamientos de obispos
reivindicando aquello de que “la doctrina no ha cambiado” y por ende “tampoco
la disciplina”; en tanto que otros promoverían en sus diócesis aquella pastoral.
¿No se podría ocasionar así una situación
susceptible de dividir los espíritus en la Iglesia? ¿No se podría escandalizar al pueblo
fiel con el ejemplo de que la
indisolubilidad del vínculo termina siendo relativa y que dentro de la doctrina
católica pueden admitirse en materias de tal gravedad posturas contradictorias?
6. En torno a algunos argumentos de Kasper.
6.1. ¿Profundizar
dos tradiciones divergentes?
Kasper cree encontrar en la Iglesia primitiva las
raíces de una pastoral de la tolerancia. Por eso dice: “La
Iglesia primitiva
nos da una indicación que puede servir como guía de salida del dilema (…)”.
Allí “existía (…) una pastoral de la tolerancia, de la
clemencia y de la indulgencia”. Pero en realidad de verdad a lo que alude
no es a la “Iglesia primitiva” como una unidad homogénea en lo temporal, sino a
alguna Iglesia particular en algún momento histórico. Habría en definitiva en
tales casos una praxis pastoral sin fundamentación teológica conocida y
discontinuada en el tiempo. Sin duda es un tema que los historiadores debieran
profundizar.
La Iglesia de Occidente siguió al respecto un camino
diferente al de la
Iglesia Oriental donde –por influencia del derecho bizantino–
se abrió paso el criterio de la oikonomía,
que implicaba en la práctica un criterio de tolerancia bastante generalizado
para el acceso a los sacramentos por parte del casado en segunda unión civil
con vínculo sacramental subsistente. Es cierto que el autor no insiste en
utilizar este modelo, probablemente por la contaminación por parte de la
política bizantina en la materia y porque en la práctica se entendió que se
trataba de un “divorcio encubierto”.
La realidad del camino de la Iglesia “sub
Petro” fue muy diferente, y aquella praxis pastoral excepcional,
llamada por el cardenal Kasper “de la tolerancia”, fue desapareciendo. Prueba
de ello es que hay que buscar sus antecedentes en el fondo de la historia,
completamente discontinuados. Por el contrario, la teología católica y los
romanos pontífices en forma permanente y pacífica sostuvieron la disciplina
actual, en ejercicio de su función de confirmar a las Iglesias en la Fe. Es que, naturalmente,
tenía que prevalecer la disciplina vigente de sólida fundamentación teológica,
sobre una praxis pastoral aislada, de fundamentación precaria, que la
confrontaba.
Kasper cree ver, a partir de Familiaris consortio (n.84) y Sacramentum caritatis (n.29) un
“renacimiento” de la pastoral de la tolerancia porque “hablan de un modo incluso amable de esos cristianos, asegurándoles que
no están excomulgados y que forman parte de la Iglesia, e invitándolos a
participar en la vida de dicha Iglesia” (pág. 37). Este tono benigno se
mantiene, Benedicto XVI los invita a la comunión espiritual. Con estos pobres
antecedentes se pregunta: “(…) ¿No será
posible también en este asunto un desarrollo ulterior que no suprima la
tradición vinculante de la fe, sino que haga avanzar y profundice tradiciones
más recientes?” (pág. 37). Es
notable que el autor, a partir de una legítima opción pastoral en orden a una
mayor cercanía afectiva con el pecador, considere que así se dio inicio a una
nueva “tradición” o quizás, más precisamente, que de este modo se “reinició”
aquella pastoral de la tolerancia después de más de un milenio de
“hibernación”.
De acuerdo al párrafo transcripto, la tradición vinculante de la fe podría
considerarse para Kasper la línea principal, que no ha de ser abolida; en tanto
la pastoral de la tolerancia sería
una tradición “más reciente” que habría que hacer “avanzar y profundizar”,
tornándose en una línea, se podría decir divergente, por cuanto, ante los mismos casos, proporciona soluciones
distintas que la “tradición de fe vinculante” a la que se refiere Kasper.
En concreto, esta supuesta nueva tradición (posibilitar el acceso a los
sacramentos de la
Penitencia y de la Eucaristía a personas en unión adulterina)
contradice a la pastoral en coherencia con aquella tradición de fe (negar en
esas condiciones el acceso a dichos sacramentos).
¿No resulta contrario a la coherencia el
propósito de profundizar el desarrollo de dos doctrinas sobre un mismo tema,
sin parar mientes en que son confrontativas? (antinómicas). Lo cual equivaldría
en definitiva a desarrollar dos praxis religiosas diferentes bajo el rótulo del
catolicismo. Cabe preguntarse por qué se apela a este “recurso a la
incoherencia”. ¿Habrá en ello un trasfondo filosófico-teológico, no formalmente
expresado, donde la doctrina es un ideal, mero punto de referencia, pero
realmente se relativiza al momento de obligar en concreto a la persona?
6.2.
El sorprendente recurso a la autoridad de Lutero.
Kasper cuestiona la disciplina tradicional
de la Iglesia
en estos términos. Si a las personas en situación de adulterio las “(…)
remitimos a la vía de la salvación extrasacramental, ¿no ponemos tal vez en entredicho la fundamental estructura sacramental
de la Iglesia?
Preguntándose aún: “¿Para qué sirven entonces la Iglesia y sus
sacramentos?” Lo cual, aplicándolo a la materia en tratamiento, equivale a
decir: si a los adúlteros no se los admite a la comunión sacramental (a pesar
de que hubieren transitado la vía de la pastoral de la tolerancia), “¿para qué
sirven entonces la Iglesia
y sus sacramentos?”. Cabe preguntarse: ¿es
que para el cardenal Kasper la
Iglesia ha venido negando su “fundamental estructura
sacramental” por más de 20 siglos?
Desde la perspectiva de quien esto escribe,
resulta sorprendente la apelación a la autoridad de Martín Lutero, quien
sostuvo una postura divergente de la fe católica en prácticamente todos los
asuntos que aquí se tratan. Como precisa
el profesor Pablo A. Marini, “son conocidas su divergencias en materia
de sacramentos: en particular negó la transubstanciación eucarística (a lo sumo
habló de “consubstanciación”), negó el sacramento de la Penitencia, pidió el
establecimiento del divorcio, planteó que el pecado original había dejado al
ser humano en una situación de corrupción total de su naturaleza de modo tal
que todos sus actos son pecaminosos y, por lo tanto, afirmó la inutilidad de
las obras y los sacramentos para la salvación. Lo que salva es la “sola fide”, la sola fe, la fe fiduciaria, que implica una confianza
ilimitada en que Cristo salvará, “nos cubrirá con su manto de misericordia
nuestras miserias persistentes”. Pecadores por dentro, justos por fuera (el “simul iustus et peccator” de la llamada justificación
extrínseca luterana, opuesta a la justificación
intrínseca católica).” (En nota al autor de estas glosas)
En ese contexto doctrinario tan ajeno al
católico, expresa Kasper: “(…) como
Martín Lutero lo formuló precisamente (…) toda la vida del cristiano es una
penitencia, es decir, un continuo cambiar de modo de pensar, y una nueva
orientación (metánoia). El hecho que
lo olvidemos con frecuencia (…) es una de las heridas más profundas del
cristianismo actual” (pág. 59)
Cabe precisar que el concepto de
“conversión permanente” es doctrina común y pacífica en la Iglesia católica. Ni es
original de Lutero ni requiere el marco de la teología luterana para
entenderse. Pero cuando Lutero expresa que “toda la vida del cristiano es una
penitencia”, en el marco de su teología, muestra a un hombre huérfano del
Sacramento de la Penitencia
(llamado de forma igualmente apropiada, de la Reconciliación).
Kasper lamenta “el hecho que lo
olvidemos (toda la vida del cristiano es una penitencia) con frecuencia (…) es una de las heridas
más profundas del cristianismo actual” ¿Herida esta que el catolicismo
habría inferido al cristianismo? Realmente el autor debiera al menos intentar
explicar una afirmación de semejante magnitud.
6.3. ¿Equiparación
del Santísimo Sacramento a la comunión espiritual?
Ya se mencionó que Kasper, al recordar que la Iglesia exhorta a los que
viven en adulterio a recurrir a la comunión espiritual, se pregunta,
(entonces): “¿Por qué no pueden recibir
también la comunión sacramental?”. Cabe responder que porque se trata de
dos cosas distintas. Porque una cosa es la comunión espiritual, que en esencia
es una devoción que se manifiesta a través de la oración expresando la
intención de recibir a Jesús sacramentado (ya que por algún motivo no se lo
puede recibir); y otra muy distinta es consumir realmente la Eucaristía que es
Presencia real y sustancial de Jesucristo, en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
Por ello el Santísimo Sacramento es objeto de adoración, aunque no sea
consumido.
La comunión espiritual es pues una oración
de manifestación de fe en la
Eucaristía y de expresión piadosa de la intención de
comulgar: “Señor, ya que no te puedo recibir sacramentalmente, ven al menos
espiritualmente a mi corazón”. Es pues, comunión en sentido analógico y
ciertamente lleva provecho espiritual a quien así reza en la medida del amor
que tuviere, que sólo Dios conoce. ¿En qué circunstancias no se puede recibir
sacramentalmente al Señor? O bien por una imposibilidad física, como ser la
lejanía; o bien porque el fiel no tiene las disposiciones requeridas por la Fe para consumir el Santísimo
Sacramento. Este es el caso de quienes viven en adulterio. La Iglesia aconseja a quien
vive en pecado a realizar aquella práctica piadosa porque lleva provecho
espiritual a quien la realiza y en nada ofende a Dios.
Por el contrario, la comunión eucarística
sin las debidas disposiciones es sacrílega, porque se injuria algo sagrado que
es Jesús mismo en la forma eucarística. Cristo en las especies eucarísticas ha
querido hacerse Presencia y Alimento sobrenatural. El goce, la consolación de
comulgar no hacen a la esencia del Sacramento, sino que es un regalo
“adicional” que el Señor puede dispensar para quien lo recibe. Es importante entonces
no mediatizar la Eucaristía,
no rebajarla a un mero bien instrumental capaz de ocasionar bienestar o
consuelo. En este punto es verdaderamente necesario y justo tener la
perspectiva del milagro de amor inherente al Don eucarístico por lo que, quien
lo recibe, debe estar en Comunión de fe, de amor y de unidad espiritual con el
Señor. La perspectiva debe ser, pues, ante Quien dio hasta la última gota de Su
sangre por el hombre en la Cruz,
la de quien dice: “Señor ¿qué quieres Tú de mí?”
6.4. ¿Inmovilismo
en la mala praxis católica?
Kasper concluye que con la pastoral de la
tolerancia se evitaría “lo peor”;
porque al alejarse los padres del sacramento, los hijos también lo hacen: “¿No tenemos en cuenta que perderemos
también a la próxima generación, y tal vez a la siguiente? ¿No se demuestra
contraproducente la praxis que hemos venido realizando?” (pág. 43). Ahora
bien, la “praxis” a la que alude (que los adúlteros no reciban la comunión
sacramental) ha tenido una continuidad de más de 20 siglos en la Iglesia universal. Resulta
un verdadero exceso sugerir que la
Iglesia lleva en esto más de dos milenios de “mala praxis”.
Por lo demás, no está debidamente fundamentado el atribuir a la Iglesia de perder una
generación y probablemente la próxima en virtud de obrar como evidentemente ha
querido el Señor en este asunto.
Cuando el autor comentado afirma la
necesidad de “(…) descubrir una vía de
salida de la inmovilidad ocasionada por un enmudecimiento resignado frente a la
situación de hecho” (pág. 57), da para interrogarse si el que los adúlteros
no reciban la comunión sacramental ¿se ha degradado a una mera situación “de
hecho”, o nuevamente… a una (mala) praxis?
6.5.
“Si el perdón es posible para el asesino, también lo es para el adúltero”.
Cuando Kasper expresa “(…) para quien se ha convertido el perdón es
siempre posible. Si lo es para el asesino, también lo es para el adúltero…”obviamente
no se está refiriendo a que es posible perdonar al adúltero que está decidido a
poner término a esta situación (o sea que siente dolor de su pecado y tiene
firme propósito de enmienda), sino que alude al supuesto de la continuidad de
esa persona en el estado existencial de adulterio sin ánimo de revertirlo. Es
decir, Kasper, formula mal la comparación. Por supuesto que para quien se
convierte, el perdón es siempre posible. Pero entonces la segunda frase tendría
que haber sido completada: “Si lo es para el asesino que se convierte, también lo es para el adúltero que se convierte y deja de estar en
situación de adulterio”. Pero, claro, esto último derrumbaría todo el
intento de Kasper de aplicar su particular “pastoral de la tolerancia”.
Si siguiéramos la lógica de Kasper, y
aplicáramos la situación inversa, la analogía debería reformularse de esta
manera: “Si el perdón es posible para el
adúltero que persevera en tal situación, también debiera serlo para el asesino
que tiene intención de perseverar en la suya”.
No hay ningún motivo que sugiera que el
Buen Pastor o el samaritano misericordioso, perdonarían en tales circunstancias
al asesino o al adúltero.
6.6.
“Se estaría “instrumentalizando” a la persona”.
El autor entiende que con la disciplina
tradicional se podría estar instrumentalizando a la “persona que sufre y pide ayuda” al constituirla como un “signo de advertencia para los demás”
(pág. 40).
Quien esto escribe ha venido oyendo de la Iglesia, por más de cuatro
décadas, la crítica de que la legislación civil desnaturaliza el matrimonio y
la familia conformes al orden natural. Se ha dicho reiteradamente que por más
que las leyes no obliguen al divorcio, ni al aborto, ni al matrimonio entre
personas del mismo sexo, por el carácter de “ejemplaridad” que tiene toda ley,
su promulgación transmite a todos el “mensaje” de que determinada conducta
(moralmente reprobable) es posible y en definitiva, lícita. Simplemente, porque
la ley lo permite, aunque vaya en contra del más elemental sentido común y de
la ley moral natural.
Para la escolástica la ley es la causa
formal extrínseca (causa ejemplar) del derecho. Pues bien, en la materia en
tratamiento, la ley (analógicamente hablando) de la Iglesia cumple el doble
propósito de ejemplarizar para todos los bautizados la protección de la
fidelidad al vínculo matrimonial y de hacer pública la enseñanza consecuente,
de que quien incurre en adulterio se encuentra –por su propia decisión– en
situación de pecado mortal.
No se trata, pues, de “usar” al pecador
como “signo de advertencia” para los demás; sino –en primer lugar– de enseñar
al pueblo creyente y a cada cristiano en particular, cuál es la verdad acerca
de su bien objetivo, y por consiguiente cuál es el mal que se sigue del
apartamiento voluntario del bien. La verdad es la primera caridad para con el
pecador. En segundo lugar no debe la
Iglesia propiciar hacia el pueblo fiel (aunque fuere sin
quererlo directamente) la “sensación” de que es posible desconocer las
implicancias del vínculo matrimonial y contraer nuevas nupcias civiles ya que
–mediante la pastoral de la tolerancia– los cónyuges pueden llegar al Perdón y
a la Comunión Sacramental.
De este modo, y más allá de la ejemplaridad negativa de la norma de excepción,
en realidad ¿no sería la sagrada Eucaristía lo que se estaría
instrumentalizando?
6.7.
¿Un proceso de gradualidad?
El mandato del Señor en orden a evangelizar
esta sociedad es absoluto y urgente, aun cuando pudiere existir un abismo entre
la doctrina y la praxis de muchos.
“El bien siempre tiende a comunicarse. Toda
experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y
cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad
ante las necesidades de los demás. Comunicándolo, el bien se arraiga y se
desarrolla. Por eso, quien quiera vivir con dignidad y plenitud no tiene otro
camino más que reconocer al otro y buscar su bien. No deberían asombrarnos
entonces algunas expresiones de san Pablo: ‘El amor de Cristo nos apremia’ (2
Co 5,14); ‘¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!’ (1 Co 9,16)” (Evangelii Gaudium, 9)
Una prudencial gradualidad en el proceso de
catequesis para quien se inicia en la vida cristiana en un ámbito cultural
adverso al Evangelio no implica de suyo desembocar –al final del proceso– en un
evangelio predicado a medias ni una rebaja de sus exigencias.
Obsérvese en tal sentido que, de los
propios términos de la propuesta de Kasper, la gradualidad resultaría
incompatible con los mismos supuestos de la admisión a la comunión sacramental
a quienes viven en nueva unión civil vigente un vínculo sacramental anterior.
Porque la admisión a los sacramentos es la resultante de un muy cercano
acompañamiento: “Tratar cada caso en
particular con discretio, discernimiento espiritual, sabiduría y
sensatez pastoral” y tras una ardua etapa penitencial, arribar finalmente a
la conversión (metánoia).
Es decir, al momento de la absolución
sacramental y de la comunión se está ante el final de un proceso y no al
principio, como en el caso del catecúmeno en un contexto cultural adverso. Pero
un final en el que no habría plena reconciliación sino “tolerancia”,
prácticamente un “indulto”. En tanto mantiene la situación de adulterio, no se
lo convoca a la perfección evangélica.
Se podrá objetar que no se está
proponiendo formalmente cambiar la moral católica por otro “sistema moral”, lo
que es cierto; pero no es menos cierto que en la praxis se estaría “integrando”
la moral católica con criterios morales de consenso social y, por tanto,
relativos. Con lo cual se produce una “contaminación”, donde lo que en
definitiva se adultera es la doctrina. La pregunta será, entonces, si la doctrina
moral a aplicar será estrictamente la católica o una doctrina “de base
católica” inficionada de valores obtenidos por consenso social.
Finalmente, no puede dejar de
considerarse el tema de la alegada “decepción” (de muchos o de pocos) si no se
producen los cambios propiciados por Kasper. ¿Acaso debería ser decisivo en
esta materia un estudio estadístico para determinar cuántos fieles se sentirían
decepcionados por una u otra determinación en esta materia? ¿Es que la Vida y la proclamación del
Evangelio dependen del dato estadístico acerca del nivel de aceptación por
parte de la sociedad de las conductas coherentes con la Palabra de Dios?
“Sed, pues,
vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48)
7. Frente al
Sínodo de la Familia
de 2015, ¿objetivos de mínima y de máxima?
Ante una tradición bimilenaria en orden a
la imposibilidad de dispensar la comunión sacramental a los hermanos en
situación de adulterio, por vez primera en muchos siglos una posición
divergente se ha hecho pública pudiendo denominársela pastoral de la
tolerancia, de la clemencia y de la indulgencia. Tal como se expresara en 4.2.
de estas glosas, la Relatio postsinodal ha permitido “con aire de
neutralidad” que ambas posiciones fueran vertidas en el aula sinodal, sin una
clara definición por una u otra, lo que desde un punto de vista comunicacional
bien puede interpretarse como que hoy existen en la Iglesia dos posturas
“atendibles” y de similar envergadura sobre la materia.
El autor de El Evangelio de la Familia,
como ya se dijo, es el “campeón” de la pastoral de la tolerancia. Pueden
advertirse en la obra glosada expresiones que denotan, respecto de la causa que
ha emprendido, la expectativa de objetivos de máxima y de mínima.
El “anuncio público” de “criterios
vinculantes” sería el objetivo de máxima: “Aunque no sea posible y ni siquiera
deseable una casuística habría que
proporcionar y anunciar públicamente los criterios vinculantes. En mi
informe he tratado de hacerlo”, (pág. 60). No se refiere ni a la forma canónica
del anuncio, ni a la autoridad que lo publicaría, pero no sería descabellado
pensar que cualquier intervención del Santo Padre colmaría ese objetivo.
Luego, una situación intermedia “(…) el acceso a los sacramentos (…) debe
recorrerse en cada caso concreto contando con la tolerancia o el tácito
consentimiento del obispo. Ahora bien, la discrepancia entre el
ordenamiento oficial y la tácita praxis local no es una situación nueva del
todo satisfactoria” (pág. 60). Esto probablemente implicaría una directiva más
o menos informal, pero dirigida a todos los obispos, lo cual sería un paso
adelante respecto de la situación actual.
El objetivo de mínima se explica con la
simple textualidad de este párrafo: “Deberíamos
dejar al menos un resquicio para la esperanza y las expectativas de las
personas y ofrecer al menos algún indicio de que también por nuestra parte
nos tomamos en serio las esperanzas, las peticiones y los sufrimientos de
tantos cristianos serios” (pág. 56). “Resquicio para la esperanza”, “al menos
algún indicio”, implicaría incluso un pequeño avance. Este supuesto
descartaría, por cierto, la publicación de criterios vinculantes y hasta la
directiva informal a los obispos. Bastaría con mantener la situación de
ambigüedad que es dable observar en estos días; con lo cual, quienes vienen
llevando a cabo fuera de la disciplina la “tácita praxis pastoral” podrían
seguir con la misma, en el entendimiento subjetivo de haber recibido un “guiño”
de parte de la Santa Sede.
Por cierto, la deseable eliminación de toda
ambigüedad, la expresión positiva de la pastoral tradicional en forma clara y
mayoritaria, con el aval del Papa, significaría un retroceso para esta
propuesta innovadora.
8. Epílogo en
primera persona.
8.1. En la perspectiva del
Encuentro Mundial de la
Familia (Filadelfia, 22 al 27 de septiembre) y del Sínodo
Ordinario sobre la Familia,
en el último tramo de este año 2015, he compartido estas reflexiones, escritas
con libertad y sincera preocupación. Con la visión del padre de familia y el método
del abogado.
Lo cual me hizo tomar conciencia de la
importancia de la convocatoria que han hecho los Papas a una Nueva
Evangelización. Que sea apasionada, heroica, inteligente, prudente. Que
movilice la totalidad de los recursos de la Iglesia en orden a iluminar todo el devenir de la
vida de la familia.
Me parece imperioso también reevangelizar
la educación católica en todos sus niveles. Con el complemento de una educación
católica comprometida, podría aventurarse que quizás en dos generaciones dejaría
de haber “paganos bautizados” y dejaría de existir un abismo entre la doctrina
católica y las creencias divergentes de muchos bautizados.
Los padres de familia afrontamos la
agresión de la cultura dominante en orden a la captación ideológica de nuestros
propios hijos, desconociéndose en la práctica nuestro derecho a educarlos de
acuerdo a nuestras propias convicciones.
La familia sufre la penetración desleal de la dictadura del relativismo,
que adopta diversas maneras de manifestación: la de los sincretismos
religiosos, la de las supersticiones, la
de la ideología de género y hasta la de la agenda del “lobby gay”. Se la quiere
ahogar en el materialismo y en la cultura de la muerte mediante la difusión de
la mentalidad anticonceptiva y del aborto como un eslabón más en el control de
la natalidad.
8.2. Puesta toda la Iglesia “en misión”,
debería darse capital importancia a la preparación para el matrimonio; caso
contrario una pastoral en esta materia no acorde al desafío del tiempo,
seguiría generando demasiados matrimonios nulos y otros de pasmosa debilidad.
La misión por la familia debería también
proporcionar la información, posibilitar el acceso, y dar la debida atención
pastoral a aquellos hermanos que pudieren estar incursos en causales de nulidad.
Para ello debería hacerse un esfuerzo enorme porque con la actual estructura
sería muy difícil cumplir estos objetivos.
Pero ¿cómo cumplir con todos estos fines
con las menguadas fuerzas que tenemos? La oración y la organización misionera
sin duda son los grandes temas de un Sínodo de la Familia para que estas
reflexiones no queden en una mera expresión de deseos.
8.3. En cuanto a los hermanos en
segunda unión civil con vínculo matrimonial subsistente, como lo he volcado en
estas páginas, considero que la pastoral tradicional de la Iglesia es la que refleja
el amor de Cristo a todos nosotros, pecadores. Me disculpo si he podido faltar
a la delicadeza en el tratamiento de esta cuestión tan difícil.
El Sumo Pontífice podrá tomar o no
decisiones concretas con relación a las conclusiones del Sínodo, las que tienen
carácter consultivo. Pido al Espíritu Santo asista especialmente al papa
Francisco en el ejercicio del ministerio petrino, ya que el obispo de Roma está llamado a confirmar “ante todo”, en la
fe, luego en el amor y finalmente,
confirmar en la unidad (de la
Homilía durante la celebración de la solemnidad de
los santos Apóstoles Pedro y Pablo, año 2013). Todos los obispos de Roma
han confirmado a sus hermanos en la fe eucarística, en el perdón de los pecados
y en la sacralidad e indisolubilidad del vínculo matrimonial.
Ante la callada praxis del acceso a la
comunión sacramental de algunos hermanos que viven en adulterio y ante la
confusión que esta situación trae aparejada para todos los fieles, me atrevo a
pedir filialmente al Santo Padre que, de considerarlo necesario, formule una
definición solemne en esta materia. Acepto desde ya que carezco de versación y
prudencia para pedirle algo así. Pero a veces los hijos somos confianzudos en
exceso y este, sin duda, es el caso.
Iniciado en Los
Médanos, provincia de Buenos Aires y finalizado en San Lorenzo, Salta, en la Fiesta de San José, Patrono
Universal de la Iglesia,
en el año del Señor de 2015.
José E. Durand
Mendioroz
Un laico y la propuesta de Kasper
Apéndice: la epiqueya y el juicio prudencial
1. El planteo. El cardenal Kasper recomienda
respecto de quienes están casados en segunda unión civil, pendiente el vínculo
sacramental, la apreciación de cada caso en particular. Y propicia que para la
consideración de las particularidades de tales casos se recurra al razonamiento
de la epicheía (o epiqueya) y de la
virtud de la prudencia en su función de aplicar la norma general al caso
concreto. Las siguientes son sus palabras:
“Es
cierto que para estos casos particulares la tradición católica no conoce, a
diferencia de las Iglesias ortodoxas, el principio de la oiko-nomía, pero sí conoce el principio análogo de la epicheía, (…) o
bien la concepción tomista de la fundamental virtud cardinal de la prudencia, que
aplica una norma general en la situación concreta (…)” (pág. 55).
Caracteriza luego a la prudencia –en su función jurídica– como“(…) la justicia aplicada al caso individual,
que según santo Tomás de Aquino, es la justicia mayor” (pág. 58).
2. Una breve referencia histórica. Para referirnos con sentido
práctico al concepto de “epiqueya” y de la justicia aplicada al caso
individual, conviene hacer referencia –a modo de introducción– a la imposición
política a partir de la
Revolución Francesa del “absolutismo legalista”, que tenía
como consecuencia que “lo justo” resultaba definido por el legislador civil,
sin encontrarse sujeto a principios de orden superior, llámense “lo justo por
naturaleza” (díkaion füsei, en la
terminología aristotélica); o ley
natural (lex naturalis, en la
terminología tomista).
La ley civil, en aquella concepción, no
debía ser interpretada sino sencillamente aplicada; no debía ser morigerada en
sus efectos allí donde su aplicación resultara injusta, sino cumplida en todo
su rigor. Por cierto esta no había sido la tradición jurídica en la Europa medieval, ni en la
moderna (hasta la ruptura de la Revolución Francesa). En la práctica tribunalicia
europeo americana –hasta la irrupción del absolutismo legalista
posrevolucionario- era comúnmente aceptado el recurso a la “aequitas”
(equidad) del derecho romano, la que tenía una clara analogía con la epiqueya
de los griegos.
En esta tradición jurídica, allí donde la
ley en tanto obra humana, fallaba por su generalidad o cuando el cambio de las
circunstancias tornaba obsoletas algunas de sus disposiciones, el juez se
apartaba de lo “justo legal” o del precedente obligatorio, para proporcionar la
solución equitativa, con fundamento en los principios de la ley natural
abarcativos del caso particular. De este modo los jueces recurrían a “lo justo
por naturaleza” para imponerlo sobre lo “justo legal”.
3. Volviendo al
planteo de Kasper. Este autor recurre a la autoridad del Aquinate en lo que se
refiere a la reivindicación de la operación de la virtud moral cardinal de la
prudencia, dirigida a la aplicación de la norma general al caso concreto. Cabe
precisar que la prudencia es la virtud que gobierna todo el orden del obrar en
concreto. De modo que en todo juicio o, si se quiere, en toda sentencia o en
toda decisión en materia jurídica, debe intervenir la virtud de la prudencia
para realizar en concreto la “justicia del caso individual”. Dicha virtud
generalmente impulsará a la aplicación (y cumplimiento) las previsiones
contenidas en la norma general; pero excepcionalmente –cuando las
circunstancias lo ameriten- tenderá al apartamiento de la “solución legal”,
recurriendo a principios jurídicos supra legales, para arribar a la “justicia
del caso individual”. Es lo que en la ciencia jurídica se conoce como el
“juicio de equidad”.
Entonces
el juicio prudencial por lo general va a determinar el cumplimiento de lo que
la norma general dispone; es decir, va a aplicar al caso el mandato de aquella.
Pero en ocasiones excepcionales, dicha aplicación puede conducir a un resultado
notoriamente injusto, sea porque se trata de un caso no previsto por la norma
general, sea porque esta devino con el transcurso del tiempo “desajustada” a la
realidad, sea por defectos de técnica legislativa.
La doctrina aristotélico tomista, con todo
realismo, parte de la base de que la norma general (llámese ley, constitución,
reglamento) en tanto obra humana, es falible. Y cuando ocurre tal falla, esta
se pondrá en evidencia ante la notoria injusticia que resultaría de la aplicación
del principio general en un caso
singular y concreto. En tales casos, “el juicio prudencial” aconsejará
apartarse de la aplicación de lo que podríamos denominar la “regla general
ordinaria”.
La equidad no es otra cosa que una forma de
justicia, podría decirse, una justicia capaz de corregir las fallas de la regla
general ordinaria en un caso singular y concreto. Pero es, en esencia,
justicia. Es en definitiva lo que los juristas romanos denominaban “aequitas”.
Esta palabra, que se traduce, naturalmente, como “equidad” bien podría ser
traducida como “igualdad” ya que, precisamente su función consistía en
encontrar “un cierto modo de igualdad” en el caso concreto apelando a los
principios inmutables de la lex naturalis (ley natural), la que
–en lo que se refiere a la materia jurídica- puede llamarse con mayor
pertinencia “lex naturalis iustitiae”, como enseñara Giuseppe Graneris.
En
tanto los griegos, también en relación con el derecho, acuñaron el concepto de
epiqueya (epicheía) que tenía una
función análoga a la aequitas. La
etimología de “epiqueya” ilustra sobre su significado y función: “epi” (“sobre”, “lo que está encima”) y díkaion (“lo justo”). Podría decirse que
se configuraba una “súper justicia”. Si bien, cabe precisar que la solución
justa del caso, en ocasión del apartamiento de “lo justo legal”, no se respalda
en la arbitrariedad del juez, sino en el recurso por parte de este, a
principios de orden superior, asequibles a la razón.
4. En conclusión. La aplicación del juicio de
equidad (o epiqueya) es propia del ámbito jurídico y en menor medida, del
ámbito de la moral, y fundamentalmente se relaciona con la necesidad de evitar,
en casos puntuales, la aplicación de normas de alcance general cuando el
resultado es objetivamente injusto. Tal calificación surge como evidente ante
la transgresión por parte de la regla positiva (de producción humana) de
principios inmutables del orden natural.
Por lo expuesto, este razonamiento resulta
inaplicable con respecto a las normas de derecho divino positivo, tales como
las que definen la indisolubilidad del vínculo matrimonial y la prohibición del
adulterio.
La ley divina está promulgada directamente
por la sabiduría de Dios y comunicada al género humano mediante la Revelación. No le
cabe al creyente considerar que el precepto divino pueda ser imperfecto en su
origen, ni tornarse obsoleto en su devenir.
Los preceptos morales negativos de la ley
divina positiva obligan “semper et pro
semper”, es decir no admiten excepción en ningún caso concreto. En
consecuencia no existe la menor justificación para el católico en recurrir a la
epiqueya, esto es, al apartamiento en un caso particular, de la aplicación del
precepto divino que prohíbe separar lo que Dios ha unido. Idéntico razonamiento
cabe respecto de la configuración del adulterio. Porque más allá de lo dicho
respecto de la perfección de la norma divina; quien se decidiese a apartarse de
ella ¿en qué principio superior a la sabiduría de Dios podría basarse?
No puede llamarse discípulo, ni hijo de
Dios, quien confronte frontal o solapadamente con Su Palabra. “En verdad os digo, hasta que pasen el
cielo y la tierra, ni una jota, ni un ápice de la Ley pasará, sin que todo se
haya cumplido” (Mt 5-18).
José E. Durand
Mendioroz
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