viernes, 13 de noviembre de 2020

OPINION; Experimento Argentina: el neocomunismo al ataque de la propiedad privada - Renato Cristin

 

OPINION: Experimento Argentina: el neocomunismo al ataque de la propiedad privada

 

por Renato Cristin

 

De los muchos e imperecederos valores de la Doctrina social de la Iglesia, la intangibilidad de la propiedad privada, el incentivo a la empresa privada, la subsidiariedad y la consiguiente crítica al centralismo estatista, están entre los principales, los más radicados en el sentimiento cristiano y los más coincidentes con los fundamentos del sistema económico-social de Occidente. Por más que se quiera deformar dicha Doctrina según intereses político-sociales, estos principios fundamentales (obviamene junto con los pilares teológicos que los presiden) no pueden ser alterados.

Puede por lo tanto sorprender que la Pastoral social, que promueve la Doctrina social de la Iglesia en Argentina, haya invitado como orador de honor al actual presidente argentino, quien, más que ningún otro antes que él, ha –en los relativamente pocos meses desde su investidura– hecho de lo contrario de esos principios el fundamento de su acción de gobierno. Es decir, asombra que la Iglesia respalde una acción, que ya se ha vuelto galopante, de destrucción,  requisa y denigración de la propiedad privada y bienes personales (y a veces incluso públicos), de intimidación y extorsión contra los empresarios (ya sea pequeños o grandes) y ciudadanos particulares, de centralización de la economía y de la sociedad en todos sus aspectos, desde la educación hasta la información.

Pero el asombro se desvanece no bien pensemos en la relación estrechísima, orgánica diría, entre la Conferencia episcopal –lo cual significa entre la cúspide del Vaticano (hasta la más mínima acción de la Iglesia argentina se da con el beneplácito del Papa Bergoglio)– y el movimiento neocomunista que hoy gobierna dicha Nación. Por supuesto, la invitación al presidente Alberto Fernández es institucionalmente legítima, pero su significado político es: la Iglesia apoya, en sentido sustancial y concreto, el accionar del gobierno peronista-kirchnerista y su receta económico social.

La Iglesia, o sea su ápice vaticano, ofrece respaldo y colabora activamente en la elaboración de un programa que implica:

a) la estatización de los medios de producción (el plan ideológico de requisar y estatizar empresas en crisis se realiza mediante el intento fraudulento de debilitar a las empresas sanas, precisamente para poderlas luego «recuperar» -expresión diabólica, que se acerca en su sadismo a «el trabajo hace libres», de reminiscencias nacionalsocialistas), asignándolas a estructuras estatales o a grupos de activistas que podrían de pronto encontrarse administrando cualquier propiedad sin tener la menor competencia para ello y sobre todo sin el menor escrúpulo moral);

b) la colectivización de cuantas más actividades industriales y artesanales posibles (los denominados «movimientos populares» o «sociales», que Bergoglio siempre ha ardientemente apoyado, que se organizan en los que en Italia han definido trabajos socialmente útiles o que en el mejor de los casos se transforman en pseudo-emprendedores abusivos y por eso destinados a fracasar y a volver, inexorablemente, a recibir subsidios estatales: este es el círculo maléfico y destructivo de la economía socialista argentina que está vigente hoy);

c) la requisición de la propiedad privada (aumentan vertiginosamente los casos de ocupaciones abusivas de terrenos privados, por parte de grupos que en el nombre de supuestos derechos ancestrales –de las que se denominan «poblaciones originarias»– violan los más básicos derechos de propiedad, contando con el aval explícito del gobierno, que a su vez los utiliza como puntas de lanza para socavar principios jurídicos y realidades consolidadas).

Y en el fondo se cierne la epidemia por coronavirus, que el gobierno, por evidente incapacidad, no logra manejar (desde marzo está obligando al país a un confinamiento total, con el resultado de haber puesto una lápida mortal  sobre la economía sin haber contenido la propagación de los contagios) y que, al contrario, por oportunismo político, no quiere resolver, porque ha tomado como pretexto la epidemia para desmantelar el tejido productivo y social del país, mantener en jaque a los ciudadanos, hundir a la clase media y facilitar la difusión de una ideología del terror (según la vieja modalidad staliniana) que paralice a las personas y que, al mismo tiempo, plasme las jóvenes generaciones según los dictados ideológicos de ese chapuceado pero obstinado intento totalitario.

Con lenguaje demagógico de impronta sindical y de matriz claramente izquierdista, el documento oficial de la Pastoral social argentina apunta, usando una fórmula típicamente populista (y que caracteriza además a lo políticamente correcto), a «una cultura del encuentro, a un país para todos», y, adoptando una línea ideológica antioccidental y tercermundista, auspicia un proyecto socio-económico «que nos aleje de un modo neoliberal de producción» y que, por consiguiente, desarrolle experimentos colectivistas en apariencia novedosos pero en realidad viejos y rancios como la ideología bolchevique.

El enemigo es entonces el liberalismo, mientras que el comunismo sería la solución. Pero esto tira por tierra la Doctrina social de la Iglesia, que no puede defender su propia verdad, porque es rehén de un poder –aunque legítimo y sacrosanto– como el papal, que es la máxima autoridad en el campo eclesiástico en general. Vilipendiada por Conferencias episcopales más parecidas a soviets que a organismos religiosos, secuestrada por autoridades vaticanas que razonan en términos ideológicos, la auténtica Doctrina social de la Iglesia no tiene voz, sino la de su texto, pero que está expuesto a interpretaciones tendenciosas.

Pero retrocediendo un paso: ¿cómo pudo suceder que en Argentina se instaurase un gobierno comunista? Los cuatro años del gobierno centrista de Mauricio Macri han pasado infructuosamente, ritmados por eslogans progresistas, sin ninguna reforma económica en sentido liberal, sin una verdadera reconstrucción liberal de la sociedad y sin una efectiva afirmación de valores tradicionales en sentido conservador. Un cuadrienio desperdiciado en una retórica políticamente correcta, tan vacua como para resultar fastidiosa, y sobre todo inutilizado desde el punto de vista de las relaciones de fuerza políticas: un gobierno que en cuatro años no hace nada para que sea enviada a juicio la expresidente Cristina Kirchner, acusada de apropiación indebida y que ha sido rozada incluso por la sospecha de mandante moral del homicidio del magistrado Alberto Nisman, o es connivente con el kirchnerismo, o bien es inepto, y no se sabe cuál de las dos opciones sea peor.

Se trató de un paréntesis fallido, que ha llevado el país al gobierno actual. De hecho, cuando en una situación catastrófica como la argentina se adopta una política económica insensata, que imita la peronista, apunta a hacer la plancha y carece de ese pulso liberal necesario para revitalizar la dimensión productiva y atraer inversiones del exterior, la quiebra es previsible; pero más aún, lo que se genera es un cortocircuito en la mente de los ciudadanos: los electores que querían un cambio liberal en economía y conservador en cuanto a valores, se quedaron no sólo decepcionados sino conmocionados, mientras los que lo temían se envalentonaron, con el resultado de que la coalición centrista-progresista de Macri perdió una parte de su electorado, mientras la de extrema izquierda de Fernández-Kirchner retomaba fuerza, según la más elemental pero también más férrea lógica política: un voto menos por un lado y el mismo voto sumado por el otro, no da uno sino dos. Si transladamos además esta lógica aritmética a la lógica histórica, el daño producido por la irresponsabilidad del macrismo es colosal, porque objetivamente favoreció el surgimiento de un gobierno que, emulando el chavismo y el castrismo, está intentando la más feroz y más fría operación neocomunista de los últimos decenios en Occidente.

Así es como el variado sotobosque peronista, que va de los justicialistas ortodoxos a los herederos de los montoneros (contracara argentina de lo que en Italia fueron las «brigadas rojas»), pasando por el frente sindical y por caudillos locales más parecidos a mandamases que a líderes políticos, ha ganado las elecciones (hace exactamente un año), imponiendo ese giro comunista y pauperista que también le agrada a la Iglesia argentina –con pocas excepciones que bien se pueden definir heroicas–, y sobre todo al Papa Bergoglio.

Dice bien el actual pontífice cuando afirma que «esta economía mata»; pero se equivoca en su individuación: no es la economía capitalista, en sus varias versiones, desde el liberalismo estadounidense a la economía social de mercado alemana, lo que mata, sino esa economía que Bergoglio desea y que, allí donde se realiza, defiende. Lo que mata es el sistema social-comunista, que sofoca las libertades personales, paraliza la iniciativa privada, destruye la clase media y masacra a la que más tiene, acabando literalmente con vidas humanas, llevando a la desesperación a los productores, sin lograr, por consiguiente, sacar de la miseria a los indigentes totales, y creando, por último, una casta –el partido o movimiento que detenta el poder– de auténticos parásitos que se autoreproducen a costas de quienes, a pesar de todo, producen riqueza; y todo eso en perjuicio –lo cual es el colmo de la perversión– de los verdaderos pobres, a los que seducen pero no ayudan eficazmente a salir de la pobreza. Esta es la economía enferma y tóxica: una economía perversa que a pesar del largo reguero de desastres y crímenes que ha dejado en muchas áreas del mundo, se sigue reproduciendo, como un virus quimera, enfermedad mortal de la mente y de la sociedad.

La nueva enciclica bergogliana Fratelli tutti, que no solamente en el título sino también en los contenidos representa la adaptación teológico-política de la escalofriante consigna marxiana «proletarios del mundo uníos», es la más reciente sinopsis de esa teoría económica, social y religiosa. Si la podamos de las múltiples implicaciones de carácter teológico y cultural, vemos que posee un compacto núcleo teórico y un objetivo preciso: deconstruir el concepto de propiedad privada, debilitándolo y modificándolo en sentido colectivista y anticapitalista.

Si se condicionan la validez y la existencia de la propiedad privada, supeditándolas a objetivos extrínsecos, genéricos y potencialmente instrumentalizables, ésta pierde el carácter de intangible que tiene que tener para seguir siendo tal, propiedad precisamente: lo que es propio no puede ser alienado, sino por medio de una violencia extorsiva. Y es justamente esta inviolabilidad –que en otras épocas y desde otras perspectivas, inclusive para la Iglesia, tenía un sentido de sacralidad que protegía a la propiedad de cualquier ataque–, la que hoy es pisoteada. La encíclica en cuestión se encarga de declarar que «la tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada». Mellado el principio de la propiedad, se puede pasar a enunciar e imponer su opuesto: «el principio del uso común de los bienes creados para todos es el primer principio de todo el ordenamiento ético-social, es un derecho natural, originario y prioritario».

Aquí la propiedad privada resulta subordinada a objetivos que parecen celestiales y por lo tanto en sí mismos superiores, pero que son meramente instrumentales. En efecto, afirmando que «todos los demás derechos sobre los bienes necesarios para la realización integral de las personas, incluidos el de la propiedad privada y cualquier otro, no deben estorbar, antes al contrario, facilitar su realización», se teoriza la colectivización de la propiedad, a la que se le concede un espacio residual: «el derecho a la propiedad privada sólo puede ser considerado como un derecho natural secundario y derivado del principio del destino universal de los bienes creados, y esto tiene consecuencias muy concretas que deben reflejarse en el funcionamiento de la sociedad», la cual por lo tanto se organizaría mejor sin el lastre de la propiedad privada.

La «realización integral de las personas» es de hecho una obviedad útil para cualquier demagogia, una bomba de humo para confundir a la razón y mimetizar las finalidades. Subordinar el derecho de propiedad a un propósito tan anodino y manipulable significa anular su validez, plegándolo a cualquier arbitrio ideológico. Y la advertencia que sigue aclara esta intención oblicua: «sucede con frecuencia que los derechos secundarios se sobreponen a los prioritarios y originarios, dejándolos sin relevancia práctica», o sea sucede que la propiedad privada no se deje, no acepte que la supriman o recorten, y que por lo tanto tenga que ser eliminada, con cualquier medio necesario, para instaurar la justicia social correspondiente al derecho prioritario de la socialización de los bienes.

Pero la propiedad privada, en verdad, es un derecho originario: desde el punto de vista antropológico, social e incluso ontológico es el derecho fundamental, porque perimetra la identidad como esfera de propiedad. Y la Doctrina social de la Iglesia no la defiende solamente porque Santo Tomás la estableció como punto firme teológico-moral, en tanto derecho natural, sino también porque la evolución histórica de la Iglesia está entrelazada –en una relación de causalidad recíproca– con la civilización occidental, que tiene en el derecho de propiedad uno de sus principales criterios. 

Sólo con una gran mistificación se puede opacar esta postura histórica tradicional de la Iglesia y llegar a la conclusión de que «el derecho de algunos a la libertad de empresa o de mercado no puede estar por encima de los derechos de los pueblos, ni de la dignidad de los pobres». Como si la defensa de un principio fundamental como el de la propiedad fuese un arbitrio o una prevaricación sobre otros derechos supuestamente superiores o como si tal defensa estuviera en contraposición con la devoción hacia Dios y el respeto a las Escrituras.

Del mismo modo se estructura la estrategia del neocomunismo argentino, fruto de cruzas teóricas y mezclas operativas, en el que se condensan las instancias de la teología de la liberación con las del peronismo, el comunismo cristiano y el marxismo cultural, en un caldero en el que el Evangelio y el Capital están sacrílegamente unidos. Si quien forjó materialmente la olla fue el variado movimiento peronista de izquierda, la llave de este voluminoso recipiente está en manos, eminentemente, del Papa Bergoglio, y el pensamiento de Bergoglio es a su vez la clave para entender la génesis, los mecanismos y desarrollos de este experimento social, económico y religioso. 

El programa socioeconómico del Papa y de esa parte de la Iglesia que lo sigue, coincide con el objetivo del gobierno Fernández-Kirchner: reformular incluso legislativamente la estructura de la propiedad privada para luego abolirla como objeto o al menos derogar sus características esenciales concretas. Pero todo deberá ser llevado a cabo con una doble velocidad, en vistas de una síntesis sucesiva (también ésta papal). Por un lado acelerando en el terreno militante y de la propaganda, favoreciendo e incentivando acciones en contra de la propiedad privada (desde la actividad de esos «movimientos sociales» que bajo el manto de los trabajos socialmente útiles crean trabajos económicamente inútiles, hasta las recientes tomas, sobre todo en la Patagonia, por parte de grupos de delincuentes que se autodefinen mapuches pero que en realidad son maleantes sociales instigados por astutos ideólogos vinculados con los reaparecidos «montoneros»); por otro lado, de manera lenta, en el plano político y legislativo (las expropiaciones disfrazadas de nacionalizaciones como la que el gobierno ha intentado hacer con la industria agroalimentaria Vicentin, por el momento se han visto frenadas –por oportunidad contingente, no por convicción teórica– a la espera de una situación más favorable que el gobierno mismo está precisamente preparando, con la bendiciente ayuda de las mayores autoridades morales y religiosas). Pero estas diferencias de velocidades se necesitan para alcanzar mejor el objetivo.

Muchos peronistas hoy critican el comunismo acelerado de los kirchneristas (aunque se trata de luchas entre bandas pertenecientes al mismo siniestro horizonte), de los cuales denuncian algunos excesos en cuanto a acción, aunque sin criticar las premisas teóricas antiliberales, antioccidentales, nacional-autárquicas; pero más adelante, cuando el paraguas protector del Papa Bergoglio se hará más amplio e incisivo, también esta conflictividad interna de la izquierda resultará diluida.

¿Cómo se abrirá ese paraguas? Al cabo de casi ocho años desde su investidura, el Papa Bergoglio no ha visitado nunca su País natal, aun habiendo efectuado más de treinta viajes apostólicos a todos los continentes. No lo ha hecho por no dar el más mínimo aval a la presidencia de Macri (adversario de los peronistas filocomunistas y por lo tanto no apreciado desde la orientación papal), pero ahora con la vuelta de un gobierno kirchnerista las condiciones se han cumplido: la parálisis de los desplazamientos causada por la pandemia no permitió que se realizara este año, pero seguramente en la primera mitad de 2021 hará este esperado –y por muchos aspectos histórico– viaje apostólico a Argentina, que para entonces se habrá ya transformado en una república socialista.

Va a ser la apoteosis de la doctrina social del Papa Bergoglio (pero la humillación de la Doctrina social de la Iglesia) y la consagración del experimento socio-económico-religioso neocomunista, en el cual la teología de la liberación puede unirse con el neomarxismo sin tener que renunciar a la religión, y el marxismo puede entremezclarse con la religión sin tener que renunciar al odio de clase, que perdura y es alimentado mientras espera deflagrar, como lo muestra un reciente episodio de matices casi freudianos, en que un alto exponente del Gobierno afirmó, con un abominable desprecio de clase, que el millón de argentinos que algunos días antes habían salido a la calle en las principales ciudades del País para protestar contra los abusos de poder del gobierno, «no son el pueblo», como si hubiera un pueblo auténtico y uno falso: por un lado los peronistas-kirchneristas y por otro sus adversarios. Parece increíble que haya todavía alguien en el mundo capaz de ostentar la impudicia de desempolvar el viejo estribillo leninista y maoista: el pueblo somos nosotros comunistas y todos los demás son enemigos de clase; pero es aun más inquietante que haya alguien que con tal de lograr su objetivo surfee la ola de esa criminal locura ideológica.

 

Publicado originalmente en italiano el 23 de octubre de 2020

Fuente: L’Opinione delle Libertà

jueves, 12 de noviembre de 2020

Soy católico: ¿Puedo estar en desacuerdo con el Papa Francisco sobre la propiedad privada?

 

Soy católico. ¿Puedo estar en desacuerdo con el Papa 

Francisco sobre la propiedad 

privada?

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La parte más desconcertante del llamado de la encíclica a “re-imaginar el rol social de la propiedad” es que no explica por qué la Iglesia necesita reconsiderarlo. El tesoro de la enseñanza de la Iglesia sobre la función social de la propiedad es rico, aunque en gran parte no se aplica en el mundo secular e impío de hoy. ¿Por qué no aplicar las verdades olvidadas de la Iglesia, que aportarían belleza, claridad y armonía a la sociedad?

La encíclica del Papa Francisco Fratelli Tutti presenta un dilema para todos los que defienden el derecho a la propiedad privada. Por un lado, el documento docente que el Papa Francisco firmó el 3 de octubre cuestiona este derecho. Por otro, los papas, teólogos y canonistas del pasado siempre han enseñado que la propiedad privada, tal como se practica en gran medida, es justa y necesaria para el correcto funcionamiento de la sociedad. Este choque de opiniones deja perplejos a muchos católicos.

Este no es un debate pequeño. Lo que está en juego no podría ser mayor, ya que Occidente depende de un sistema basado en la propiedad, el estado de derecho y los mercados libres. El pontífice pide a sus lectores que piensen en “reconsiderar el papel social de la propiedad”. Le gustaría ver grandes cambios sociales en Estados Unidos y Occidente. Cree que los bienes del mundo pertenecen a todos y deben compartirse para garantizar la dignidad adecuada de todos. Eso suena a algo vagamente similar al comunismo. Sus andanadas contra el mercado y los modelos económicos “consumistas” dejan pocas dudas de que no está pidiendo unos pocos ajustes al sistema, sino un cambio de paradigma masivo.

Los católicos necesitan saber cómo responder a esta demanda pontificia para que no hunda a Occidente en una tiranía marxista que niega los derechos de propiedad.

El destino universal de los bienes creados

El argumento central de esta “re-visión” es el principio del “destino universal de los bienes creados”. Francisco declara que “El principio del uso común de los bienes creados es el ‘primer principio de todo el orden ético y social’; es un derecho natural e inherente que tiene prioridad sobre los demás”.

De hecho, la Iglesia enseña que Dios hizo los bienes del mundo para todos. Nadie cuestiona esta verdad. Los moralistas católicos aceptan universalmente el ejemplo clásico de que el derecho a la vida es de un orden superior al de la propiedad privada. Todos también reconocen que la propiedad tiene lo que se llama una función social por la cual los propietarios deben ir más allá del interés propio y también usar su propiedad para servir al bien común.

Sin embargo, la Iglesia define las limitaciones de esta función social. Estas limitaciones pueden debatirse sin que los derechos de propiedad requieran ser “reinventados”. Este debate daría equilibrio a las propuestas para tratar con los más necesitados.

Una comprensión correcta del papel social de la propiedad

Si, durante la discusión, los católicos fueran instruidos en la enseñanza tradicional de la Iglesia, aprenderían que “el destino universal de los bienes creados” no significa que los propietarios sean poco mejores que los ladrones que privan a los necesitados de los bienes a los que tienen un derecho. Los pobres no tienen derecho a tomar arbitrariamente por la fuerza lo que consideren que necesitan de quienes tienen propiedades.

Al contrario, la posición correcta postula que la posesión de la propiedad privada es buena y deseada por Dios. Favorece el buen orden de la sociedad. En su encíclica Rerum Novarum de 1891 , León XIII afirma que

“El hecho de que Dios haya dado la tierra para el uso y disfrute de toda la raza humana no puede de ninguna manera ser un obstáculo para la posesión de propiedad privada. Porque Dios ha concedido la tierra a la humanidad en general, no en el sentido de que todos sin distinción puedan tratarla como quieran, sino más bien que ninguna parte de ella fue asignada a nadie en particular, y que los límites de la posesión privada han sido dejados a la propia industria del hombre, y por las leyes de las razas individuales… Aquí, nuevamente, tenemos más pruebas de que la propiedad privada está de acuerdo con la ley de la naturaleza”.

Por tanto, la propiedad privada es un medio a través del cual se sirve bien al bien común. El hecho de que una propiedad se posea de forma privada no significa que deje de servir al bien común. Toda la sociedad se beneficia de lo que produce la propiedad privada. De hecho, los que ocupan y confiscan propiedades hacen un flaco favor al bien común. Dañan el buen orden de la sociedad y frustran los propósitos de la propiedad.

En su encíclica Quadragesimo Anno de 1931 , Pío XI reconoce el:

“doble carácter de la propiedad, llamada habitualmente individual o social según se trate de personas separadas o del bien común. Porque ellos [los teólogos] siempre han sostenido unánimemente que la naturaleza, más bien el Creador mismo, ha dado al hombre el derecho de propiedad privada no solo para que los individuos puedan mantenerse a sí mismos y a sus familias, sino también para que los bienes que el Creador destinó a toda la familia de la humanidad puedan, a través de esta institución, servir verdaderamente a ese propósito. Todo esto no se puede lograr de ninguna manera sino mediante el mantenimiento de un orden determinado y definitivo”.

De hecho, los pobres sufren cuando se les niega la propiedad privada. Los estragos del comunismo demuestran que cuando la propiedad se confisca en nombre del pueblo, se destruye la economía y la cultura, reduciendo todo a la más abyecta miseria.

Una visión divisoria de la propiedad

El problema con la visión de la propiedad de Francisco es que no define las limitaciones de la función social de la propiedad. Asume que el destino universal de los bienes creados y el uso privado de la propiedad están en constante tensión. “La prioridad del destino universal de los bienes creados” no impide su coexistencia pacífica con la propiedad de todos los tamaños. Esta prioridad no disminuye en modo alguno la necesidad de respetar la propiedad privada.

Además, su llamamiento urgente a “reconsiderar el papel social de la propiedad” no reconoce los avances económicos mediante los cuales la propiedad privada ha beneficiado a la sociedad en su conjunto. Coloca a todos los propietarios en una categoría opresora a la que no pertenecen.

Sobre todo, Francisco amplía las obligaciones de los propietarios con los necesitados. Ya no incluyen solo lo mínimo para apoyar su derecho a la vida. Para el Papa Francisco, los propietarios deben proporcionar a los indigentes una variedad de necesidades indefinidas y abiertas que implica garantizar que “toda persona viva con dignidad y tenga suficientes oportunidades para su desarrollo integral”.

La base incorrecta para el juicio

Ausente de esta visión está una comprensión correcta de la función social de la propiedad privada, que Pío XII afirma que “debe fluir a todos por igual, de acuerdo con los principios de justicia y caridad”. En su lugar, los necesitados, ayudados por los medios de comunicación de izquierda y los activistas sociales, se convierten en jueces de lo necesario para su “desarrollo integral”.

La Iglesia anima a los benefactores a ganar méritos mediante actos voluntarios de caridad, dando a los necesitados de su riqueza. No obliga a la caridad. Asimismo, la Iglesia enseña que los necesitados deben practicar la virtud de la justicia dando gratitud, respeto y asistencia a sus benefactores. Cuando ambas partes escuchan a la Iglesia, surge la armonía social. Sin embargo, en la encíclica Fratelli Tutti, no se mencionan las obligaciones en la justicia que tienen los necesitados para con sus benefactores.

La encíclica reemplaza estos comportamientos virtuosos de caridad y justicia por el espíritu de “libertad, igualdad y fraternidad”, la trilogía anticristiana y sangrienta de la Revolución Francesa. Así, la caridad cristiana se sustituye por la de la “fraternidad” anticristiana. Esta concepción determinista de la sociedad sostiene que las estructuras sociales y económicas son responsables de la pobreza. El grito marxista por el fin de toda propiedad privada encuentra un eco lejano en el llamamiento del documento a la prioridad del “destino universal de los bienes creados sobre todos los derechos, incluida la propiedad privada”.

Un llamamiento superficial para todos

Dirigida al mundo en general, Francisco emite una invitación “al diálogo entre todas las personas de buena voluntad”. Se dirige a “una sola familia humana, como compañeros de viaje que comparten la misma carne, como hijos de la misma tierra que es nuestra casa común, cada uno de nosotros aportando la riqueza de sus creencias y convicciones, cada uno su propia voz, hermanos y hermanas todos”.

Así, la apelación reduce todo al mínimo común denominador para que ninguno se quede fuera o se ofenda por el otro. No hay nada específicamente católico en este mensaje que trata de ser todo para todas las personas. El resultado es una “fraternidad” superficial que no hace juicios entre la verdad y el error, el bien y el mal, la virtud y el pecado. Proclama una caridad vacía que no se basa en el amor de Dios sino en un desarrollo integral que no tiene relación con la salvación.

La parte más desconcertante del llamado de la encíclica a “re-imaginar el rol social de la propiedad” es que no explica por qué la Iglesia necesita reconsiderarlo. El tesoro de la enseñanza de la Iglesia sobre la función social de la propiedad es rico, aunque en gran parte no se aplica en el mundo secular e impío de hoy. ¿Por qué no aplicar las verdades olvidadas de la Iglesia, que aportarían belleza, claridad y armonía a la sociedad? Esta extraña encíclica, que está dirigida a todos en general y a nadie en particular, omite la única solución real a los problemas de nuestro mundo: el regreso de los pródigos al único Dios verdadero y a la única Iglesia verdadera.

De hecho, uno puede ser perdonado por preguntarse: “Soy católico. ¿Puedo estar en desacuerdo con el Papa Francisco sobre la propiedad privada?”

Agradecemos la gentileza del CENTRO CULTURAL CRUZADA - Colombia