OPINION: Experimento Argentina: el neocomunismo al ataque de
la propiedad privada
por Renato Cristin
De los muchos e imperecederos valores de la Doctrina social
de la Iglesia, la intangibilidad de la propiedad privada, el incentivo a la
empresa privada, la subsidiariedad y la consiguiente crítica al centralismo
estatista, están entre los principales, los más radicados en el sentimiento
cristiano y los más coincidentes con los fundamentos del sistema
económico-social de Occidente. Por más que se quiera deformar dicha Doctrina
según intereses político-sociales, estos principios fundamentales (obviamene
junto con los pilares teológicos que los presiden) no pueden ser alterados.
Puede por lo tanto sorprender que la Pastoral social, que
promueve la Doctrina social de la Iglesia en Argentina, haya invitado como
orador de honor al actual presidente argentino, quien, más que ningún otro
antes que él, ha –en los relativamente pocos meses desde su investidura– hecho
de lo contrario de esos principios el fundamento de su acción de gobierno. Es
decir, asombra que la Iglesia respalde una acción, que ya se ha vuelto
galopante, de destrucción, requisa y
denigración de la propiedad privada y bienes personales (y a veces incluso
públicos), de intimidación y extorsión contra los empresarios (ya sea pequeños
o grandes) y ciudadanos particulares, de centralización de la economía y de la
sociedad en todos sus aspectos, desde la educación hasta la información.
Pero el asombro se desvanece no bien pensemos en la relación
estrechísima, orgánica diría, entre la Conferencia episcopal –lo cual significa
entre la cúspide del Vaticano (hasta la más mínima acción de la Iglesia
argentina se da con el beneplácito del Papa Bergoglio)– y el movimiento
neocomunista que hoy gobierna dicha Nación. Por supuesto, la invitación al
presidente Alberto Fernández es institucionalmente legítima, pero su
significado político es: la Iglesia apoya, en sentido sustancial y concreto, el
accionar del gobierno peronista-kirchnerista y su receta económico social.
La Iglesia, o sea su ápice vaticano, ofrece respaldo y
colabora activamente en la elaboración de un programa que implica:
a) la estatización de los medios de producción (el plan
ideológico de requisar y estatizar empresas en crisis se realiza mediante el
intento fraudulento de debilitar a las empresas sanas, precisamente para
poderlas luego «recuperar» -expresión diabólica, que se acerca en su sadismo a
«el trabajo hace libres», de reminiscencias nacionalsocialistas), asignándolas
a estructuras estatales o a grupos de activistas que podrían de pronto
encontrarse administrando cualquier propiedad sin tener la menor competencia
para ello y sobre todo sin el menor escrúpulo moral);
b) la colectivización de cuantas más actividades
industriales y artesanales posibles (los denominados «movimientos populares» o
«sociales», que Bergoglio siempre ha ardientemente apoyado, que se organizan en
los que en Italia han definido trabajos
socialmente útiles o que en el mejor de los casos se transforman en
pseudo-emprendedores abusivos y por eso destinados a fracasar y a volver,
inexorablemente, a recibir subsidios estatales: este es el círculo maléfico y
destructivo de la economía socialista argentina que está vigente hoy);
c) la requisición de la propiedad privada (aumentan
vertiginosamente los casos de ocupaciones abusivas de terrenos privados, por
parte de grupos que en el nombre de supuestos derechos ancestrales –de las que
se denominan «poblaciones originarias»– violan los más básicos derechos de
propiedad, contando con el aval explícito del gobierno, que a su vez los
utiliza como puntas de lanza para socavar principios jurídicos y realidades
consolidadas).
Y en el fondo se cierne la epidemia por coronavirus, que el
gobierno, por evidente incapacidad, no logra manejar (desde marzo está
obligando al país a un confinamiento total, con el resultado de haber puesto
una lápida mortal sobre la economía sin
haber contenido la propagación de los contagios) y que, al contrario, por oportunismo
político, no quiere resolver, porque ha tomado como pretexto la epidemia para
desmantelar el tejido productivo y social del país, mantener en jaque a los
ciudadanos, hundir a la clase media y facilitar la difusión de una ideología
del terror (según la vieja modalidad staliniana) que paralice a las personas y
que, al mismo tiempo, plasme las jóvenes generaciones según los dictados
ideológicos de ese chapuceado pero obstinado intento totalitario.
Con lenguaje demagógico de impronta sindical y de matriz
claramente izquierdista, el documento oficial de la Pastoral social argentina
apunta, usando una fórmula típicamente populista (y que caracteriza además a lo
políticamente correcto), a «una
cultura del encuentro, a un país para todos», y, adoptando una línea ideológica
antioccidental y tercermundista, auspicia un proyecto socio-económico «que nos
aleje de un modo neoliberal de producción» y que, por consiguiente, desarrolle
experimentos colectivistas en apariencia novedosos pero en realidad viejos y
rancios como la ideología bolchevique.
El enemigo es entonces el liberalismo, mientras que el
comunismo sería la solución. Pero esto tira por tierra la Doctrina social de la
Iglesia, que no puede defender su propia verdad, porque es rehén de un poder
–aunque legítimo y sacrosanto– como el papal, que es la máxima autoridad en el
campo eclesiástico en general. Vilipendiada por Conferencias episcopales más
parecidas a soviets que a organismos religiosos, secuestrada por autoridades
vaticanas que razonan en términos ideológicos, la auténtica Doctrina social de
la Iglesia no tiene voz, sino la de su texto, pero que está expuesto a
interpretaciones tendenciosas.
Pero retrocediendo un paso: ¿cómo pudo suceder que en
Argentina se instaurase un gobierno comunista? Los cuatro años del gobierno
centrista de Mauricio Macri han pasado infructuosamente, ritmados por eslogans
progresistas, sin ninguna reforma económica en sentido liberal, sin una
verdadera reconstrucción liberal de la sociedad y sin una efectiva afirmación
de valores tradicionales en sentido conservador. Un cuadrienio desperdiciado en
una retórica políticamente correcta, tan vacua como para resultar fastidiosa, y
sobre todo inutilizado desde el punto de vista de las relaciones de fuerza
políticas: un gobierno que en cuatro años no hace nada para que sea enviada a
juicio la expresidente Cristina Kirchner, acusada de apropiación indebida y que
ha sido rozada incluso por la sospecha de mandante moral del homicidio del
magistrado Alberto Nisman, o es connivente con el kirchnerismo, o bien es
inepto, y no se sabe cuál de las dos opciones sea peor.
Se trató de un paréntesis fallido, que ha llevado el país al
gobierno actual. De hecho, cuando en una situación catastrófica como la
argentina se adopta una política económica insensata, que imita la peronista,
apunta a hacer la plancha y carece de ese pulso liberal necesario para
revitalizar la dimensión productiva y atraer inversiones del exterior, la
quiebra es previsible; pero más aún, lo que se genera es un cortocircuito en la
mente de los ciudadanos: los electores que querían un cambio liberal en
economía y conservador en cuanto a valores, se quedaron no sólo decepcionados
sino conmocionados, mientras los que lo temían se envalentonaron, con el
resultado de que la coalición centrista-progresista de Macri perdió una parte
de su electorado, mientras la de extrema izquierda de Fernández-Kirchner
retomaba fuerza, según la más elemental pero también más férrea lógica
política: un voto menos por un lado y el mismo voto sumado por el otro, no da
uno sino dos. Si transladamos además esta lógica aritmética a la lógica
histórica, el daño producido por la irresponsabilidad del macrismo es colosal,
porque objetivamente favoreció el surgimiento de un gobierno que, emulando el
chavismo y el castrismo, está intentando la más feroz y más fría operación
neocomunista de los últimos decenios en Occidente.
Así es como el variado sotobosque peronista, que va de los
justicialistas ortodoxos a los herederos de los montoneros (contracara
argentina de lo que en Italia fueron las «brigadas rojas»), pasando por el
frente sindical y por caudillos locales más parecidos a mandamases que a
líderes políticos, ha ganado las elecciones (hace exactamente un año),
imponiendo ese giro comunista y pauperista que también le agrada a la Iglesia
argentina –con pocas excepciones que bien se pueden definir heroicas–, y sobre
todo al Papa Bergoglio.
Dice bien el actual pontífice cuando afirma que «esta
economía mata»; pero se equivoca en su individuación: no es la economía
capitalista, en sus varias versiones, desde el liberalismo estadounidense a la
economía social de mercado alemana, lo que mata, sino esa economía que
Bergoglio desea y que, allí donde se realiza, defiende. Lo que mata es el
sistema social-comunista, que sofoca las libertades personales, paraliza la
iniciativa privada, destruye la clase media y masacra a la que más tiene,
acabando literalmente con vidas humanas, llevando a la desesperación a los
productores, sin lograr, por consiguiente, sacar de la miseria a los indigentes
totales, y creando, por último, una casta –el partido o movimiento que detenta
el poder– de auténticos parásitos que se autoreproducen a costas de quienes, a
pesar de todo, producen riqueza; y todo eso en perjuicio –lo cual es el colmo
de la perversión– de los verdaderos pobres, a los que seducen pero no ayudan
eficazmente a salir de la pobreza. Esta es la economía enferma y tóxica: una
economía perversa que a pesar del largo reguero de desastres y crímenes que ha
dejado en muchas áreas del mundo, se sigue reproduciendo, como un virus
quimera, enfermedad mortal de la mente y de la sociedad.
La nueva enciclica bergogliana Fratelli tutti, que no
solamente en el título sino también en los contenidos representa la adaptación
teológico-política de la escalofriante consigna marxiana «proletarios del mundo
uníos», es la más reciente sinopsis de esa teoría económica, social y
religiosa. Si la podamos de las múltiples implicaciones de carácter teológico y
cultural, vemos que posee un compacto núcleo teórico y un objetivo preciso: deconstruir
el concepto de propiedad privada, debilitándolo y modificándolo en sentido
colectivista y anticapitalista.
Si se condicionan la validez y la existencia de la propiedad
privada, supeditándolas a objetivos extrínsecos, genéricos y potencialmente instrumentalizables,
ésta pierde el carácter de intangible que tiene que tener para seguir siendo
tal, propiedad precisamente: lo que es propio no puede ser alienado, sino por
medio de una violencia extorsiva. Y es justamente esta inviolabilidad –que en
otras épocas y desde otras perspectivas, inclusive para la Iglesia, tenía un
sentido de sacralidad que protegía a la propiedad de cualquier ataque–, la que
hoy es pisoteada. La encíclica en cuestión se encarga de declarar que «la
tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la
propiedad privada». Mellado el principio de la propiedad, se puede pasar a
enunciar e imponer su opuesto: «el principio del uso común de los bienes
creados para todos es el primer principio de todo el ordenamiento ético-social,
es un derecho natural, originario y prioritario».
Aquí la propiedad privada resulta subordinada a objetivos
que parecen celestiales y por lo tanto en sí mismos superiores, pero que son
meramente instrumentales. En efecto, afirmando que «todos los demás derechos
sobre los bienes necesarios para la realización integral de las personas,
incluidos el de la propiedad privada y cualquier otro, no deben estorbar, antes
al contrario, facilitar su realización», se teoriza la colectivización de la
propiedad, a la que se le concede un espacio residual: «el derecho a la
propiedad privada sólo puede ser considerado como un derecho natural secundario
y derivado del principio del destino universal de los bienes creados, y esto
tiene consecuencias muy concretas que deben reflejarse en el funcionamiento de
la sociedad», la cual por lo tanto se organizaría mejor sin el lastre de la
propiedad privada.
La «realización integral de las personas» es de hecho una
obviedad útil para cualquier demagogia, una bomba de humo para confundir a la
razón y mimetizar las finalidades. Subordinar el derecho de propiedad a un
propósito tan anodino y manipulable significa anular su validez, plegándolo a
cualquier arbitrio ideológico. Y la advertencia que sigue aclara esta intención
oblicua: «sucede con frecuencia que los derechos secundarios se sobreponen a
los prioritarios y originarios, dejándolos sin relevancia práctica», o sea
sucede que la propiedad privada no se deje, no acepte que la supriman o
recorten, y que por lo tanto tenga que ser eliminada, con cualquier medio
necesario, para instaurar la justicia social correspondiente al derecho
prioritario de la socialización de los bienes.
Pero la propiedad privada, en verdad, es un derecho
originario: desde el punto de vista antropológico, social e incluso ontológico
es el derecho fundamental, porque perimetra la identidad como esfera de
propiedad. Y la Doctrina social de la Iglesia no la defiende solamente porque
Santo Tomás la estableció como punto firme teológico-moral, en tanto derecho
natural, sino también porque la evolución histórica de la Iglesia está
entrelazada –en una relación de causalidad recíproca– con la civilización
occidental, que tiene en el derecho de propiedad uno de sus principales
criterios.
Sólo con una gran mistificación se puede opacar esta postura
histórica tradicional de la Iglesia y llegar a la conclusión de que «el derecho
de algunos a la libertad de empresa o de mercado no puede estar por encima de
los derechos de los pueblos, ni de la dignidad de los pobres». Como si la
defensa de un principio fundamental como el de la propiedad fuese un arbitrio o
una prevaricación sobre otros derechos supuestamente superiores o como si tal
defensa estuviera en contraposición con la devoción hacia Dios y el respeto a
las Escrituras.
Del mismo modo se estructura la estrategia del neocomunismo
argentino, fruto de cruzas teóricas y mezclas operativas, en el que se
condensan las instancias de la teología de la liberación con las del peronismo,
el comunismo cristiano y el marxismo cultural, en un caldero en el que el
Evangelio y el Capital están sacrílegamente unidos. Si quien forjó materialmente
la olla fue el variado movimiento peronista de izquierda, la llave de este
voluminoso recipiente está en manos, eminentemente, del Papa Bergoglio, y el
pensamiento de Bergoglio es a su vez la clave para entender la génesis, los
mecanismos y desarrollos de este experimento social, económico y
religioso.
El programa socioeconómico del Papa y de esa parte de la
Iglesia que lo sigue, coincide con el objetivo del gobierno Fernández-Kirchner:
reformular incluso legislativamente la estructura de la propiedad privada para
luego abolirla como objeto o al menos derogar sus características esenciales
concretas. Pero todo deberá ser llevado a cabo con una doble velocidad, en
vistas de una síntesis sucesiva (también ésta papal). Por un lado acelerando en
el terreno militante y de la propaganda, favoreciendo e incentivando acciones
en contra de la propiedad privada (desde la actividad de esos «movimientos
sociales» que bajo el manto de los trabajos socialmente útiles crean trabajos
económicamente inútiles, hasta las recientes tomas, sobre todo en la Patagonia,
por parte de grupos de delincuentes que se autodefinen mapuches pero que en
realidad son maleantes sociales instigados por astutos ideólogos vinculados con
los reaparecidos «montoneros»); por otro lado, de manera lenta, en el plano
político y legislativo (las expropiaciones disfrazadas de nacionalizaciones
como la que el gobierno ha intentado hacer con la industria agroalimentaria
Vicentin, por el momento se han visto frenadas –por oportunidad contingente, no
por convicción teórica– a la espera de una situación más favorable que el
gobierno mismo está precisamente preparando, con la bendiciente ayuda de las
mayores autoridades morales y religiosas). Pero estas diferencias de
velocidades se necesitan para alcanzar mejor el objetivo.
Muchos peronistas hoy critican el comunismo acelerado de los
kirchneristas (aunque se trata de luchas entre bandas pertenecientes al mismo
siniestro horizonte), de los cuales denuncian algunos excesos en cuanto a
acción, aunque sin criticar las premisas teóricas antiliberales,
antioccidentales, nacional-autárquicas; pero más adelante, cuando el paraguas
protector del Papa Bergoglio se hará más amplio e incisivo, también esta
conflictividad interna de la izquierda resultará diluida.
¿Cómo se abrirá ese paraguas? Al cabo de casi ocho años
desde su investidura, el Papa Bergoglio no ha visitado nunca su País natal, aun
habiendo efectuado más de treinta viajes apostólicos a todos los continentes.
No lo ha hecho por no dar el más mínimo aval a la presidencia de Macri
(adversario de los peronistas filocomunistas y por lo tanto no apreciado desde
la orientación papal), pero ahora con la vuelta de un gobierno kirchnerista las
condiciones se han cumplido: la parálisis de los desplazamientos causada por la
pandemia no permitió que se realizara este año, pero seguramente en la primera
mitad de 2021 hará este esperado –y por muchos aspectos histórico– viaje
apostólico a Argentina, que para entonces se habrá ya transformado en una
república socialista.
Va a ser la apoteosis de la doctrina social del Papa
Bergoglio (pero la humillación de la Doctrina social de la Iglesia) y la consagración
del experimento socio-económico-religioso neocomunista, en el cual la teología
de la liberación puede unirse con el neomarxismo sin tener que renunciar a la
religión, y el marxismo puede entremezclarse con la religión sin tener que
renunciar al odio de clase, que perdura y es alimentado mientras espera
deflagrar, como lo muestra un reciente episodio de matices casi freudianos, en
que un alto exponente del Gobierno afirmó, con un abominable desprecio de
clase, que el millón de argentinos que algunos días antes habían salido a la
calle en las principales ciudades del País para protestar contra los abusos de
poder del gobierno, «no son el pueblo», como si hubiera un pueblo auténtico y
uno falso: por un lado los peronistas-kirchneristas y por otro sus adversarios.
Parece increíble que haya todavía alguien en el mundo capaz de ostentar la
impudicia de desempolvar el viejo estribillo leninista y maoista: el pueblo
somos nosotros comunistas y todos los demás son enemigos de clase; pero es aun
más inquietante que haya alguien que con tal de lograr su objetivo surfee la
ola de esa criminal locura ideológica.
Publicado originalmente en italiano el 23 de octubre de 2020
Fuente: L’Opinione delle Libertà